martes, 25 de enero de 2011

Tomás Moro

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(Artículo publicado el 25 de enero de 2011 en el diario La Opinión de Murcia)



No se me alarme, querido lector malasombra, que no se trata de un apodo políticamente incorrecto referido a un Tomás cualquiera nacido más allá del Estrecho, sino del nombre de un santo inglés llamado Thomas More que, luego de ser españolizado, se convirtió en Tomás Moro. En aquellos tiempos del siglo XVI los españoles ya teníamos cierta dificultad para hablar el idioma de la pérfida Albión, por lo que todo vocablo anglosajón se transformaba en una palabra hispánicamente pronunciable. Uno de los ejemplos más chocantes nos lo proporciona una canción infantil que comenzaba con aquel “Mambrú se fue a la guerra, qué dolor, qué dolor, qué pena”. Se trata de una canción francesa sobre la batalla de Malplaquet que enfrentó a los ejércitos francés e inglés en la Guerra de Sucesión Española y en la que Mambrú no es sino la versión españolizada del muy británico e impronunciable título del Duque de Malborough, a quien se dio por muerto en la batalla.

Volviendo a Santo Tomás Moro, o More, como ustedes quieran, recordarán muchos de ustedes aquella película dirigida por Fred Zinnemann (en mi humilde y equívoco poliglotismo, siempre pensé que Zinnemann era un apellido muy apropiado para un director de cine), que ganó un puñado de óscares, titulada “Un hombre para la eternidad”, en la que un excelente actor de teatro, Paul Scofield, interpretaba a Moro, y un orondo Orson Welles encarnaba al Cardenal Wolsey, aquel prelado hedonista y pragmático, siempre dispuesto a darle la razón al poderoso rey Enrique VIII que pretendía obtener de Roma el divorcio de su matrimonio con Catalina de Aragón. Frustado por la negativa del Papa a concederle el divorcio, Enrique VIII se declaró cabeza de la Iglesia de Inglaterra, anuló su matrimonio con Catalina y se casó con Ana Bolena.

Tomás Moro, estadista, filósofo y escritor, y católico ferviente, que había sido nombrado poco antes Lord Canciller de Inglaterra, aceptó que el Parlamento hiciera reina a Ana Bolena, “pues del Parlamento emanan las leyes”, decía, pero renunció a su cargo para no tener que pronunciarse en contra de la proclamación del Rey como cabeza de la Iglesia anglicana, lo que había supuesto la ruptura de Inglaterra con el catolicismo romano. A causa de su silencio, que sólo rompió tras la sentencia, Tomás Moro fue encarcelado en la Torre de Londres, interrogado y llevado a juicio mediante falsos testimonios y, tras ser acusado de alta traición, fue condenado a muerte y decapitado. Días antes de que el verdugo ejecutara la sentencia, Tomás Moro se despidió de su hija Margarita con estas palabras: “Ten, pues, buen ánimo, hija mía, y no te preocupes por mí, sea lo que sea que me pase en este mundo. Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que él quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor”.

Santo Tomás Moro escribió un libro que tituló Utopía, palabra creada por él, que con el paso del tiempo se ha convertido en sinónimo de lo ideal, de lo perfecto, de lo inalcanzable. Utopía es una isla en la que se asienta una república ideal donde todos los ciudadanos son libres y trabajan para el bien común y en la que no existe la propiedad privada. En Utopía se elige democráticamente al príncipe, y los ciudadanos participan en las tareas de gobierno. Moro, que unos años después se convertiría en mártir de su fe, construye una república en la que sorprendentemente existe libertad religiosa y plena tolerancia para todas las religiones y en donde se rechaza la conversión forzosa y cualquier otro tipo de violencia por razones religiosas.

Escribo todo ésto porque estamos inmersos en dos procesos electorales consecutivos, uno este año y otro el que viene, para elegir a nuestros gobernantes locales, regionales y nacionales, en el transcurso de los cuales unos y otros nos van a freír a mensajes y promesas electorales. En esta tesitura no estaría de más recordar que Santo Tomás Moro, además de mártir de la Iglesia, fue proclamado Patrón de los políticos y de los gobernantes por el Papa Juan Pablo II el día 31 de octubre de 2000. Ojalá encontremos alguno que se parezca al Patrón.

Aunque sea ligeramente.
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