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“Ningún sentimiento, ninguna ideología, ningún rencor puede justificar la violencia”.
Esta frase, que he cogido prestada a mi buen amigo Manolo, de quien, como no he pedido permiso para revelar sus apellidos, diré que responde a las siglas M.M.Z., expresa el rechazo general que ha suscitado en todas las personas de bien la brutal agresión que sufrió el sábado pasado Pedro Alberto Cruz Sánchez cuando salía de su casa.
Quienes siguen mis artículos, incluido mi querido lector malasombra, saben que a lo largo de todos los años que llevo colaborando en este diario se puede contar con los dedos de una mano las veces que me he referido a asuntos de la política murciana, llevado del deseo de que mi opinión no se convierta en arma arrojadiza de unos o de otros y, tal vez, también, con el ánimo de mantenerme alejado de un debate que ya no me corresponde protagonizar y en el que tengo mis dudas de que deba intervenir. Hoy, a pesar de escribir lo que escribo, continuaré fiel a mi deseo porque no es de política regional de lo que estoy escribiendo, sino justamente de lo contrario, de aquello que hace imposible el ejercicio de la política en cualquien ámbito, de ese ruido chirriante que ensordece el discurso político, del veneno que asesina el debate y la dialéctica, de aquello hace que la historia corra el riesgo de verse repetida.
Hoy escribo, vuelvo a escribir, acerca de la violencia que irrumpe en la vida política o que emana de ella y que enciende los colores, aparentemente desvaidos por el tiempo, de aquél célebre cuadro de Goya en el que dos españoles, enterrados hasta las rodillas, enarbolan sendos garrotes con los que están dispuestos, yo diría que condenados, a golpearse una y otra vez hasta que sólo uno de ellos responda al golpe. Hoy escribo de la violencia que emana de la política mal entendida.
A Pedro Alberto le han roto la cara tres desalmados por ser político, pero no es la primera víctima sino la última. A José Gabriel Ruiz lo zarandearon, golpearon y escupieron un par de docenas de exlatados, obligándole a buscar refugio, como hace siglos, en suelo sagrado. Los diputados regionales se han visto insultados, escupidos y, finalmente, retenidos contra su voluntad en la propia Asamblea Regional, a la que grandilocuentemente todos damos también el título de sagrada. Paty Reverte ha sido insultada y amedrentada, o lo que es igual, violentada en el ejercicio de sus deberes públicos y, lo que es aún peor, en el jercicio de sus derechos y libertades civiles. Y eso, desmemoriados lectores, ya había ocurrido antes cuando ardió
Pero no es necesario ser político para ser víctima de esta forma de violencia. Una de las hijas de Ramón Luis Valcárcel −creo recordar que, por lo que dije antes, es la primera vez que cito su nombre en uno de mis artículos− fue increpada y violentada en la puerta de su domicilio, por el simple delito de ser hija de su padre. Y más tarde, un descerebrado hijo de puta, de la forma más cobarde, mediante un anónimo, la ha querido convertir nuevamente en objetivo de los violentos. Y cuando todo esto ocurre hay quienes miran para otro lado, como si la cosa no fuera con ellos. No han sido los sindicatos los que han practicado la violencia, pero sí han sido los sindicatos quienes no han puesto a los violentos en la puerta de la comisaría. No han sido los partidos políticos quienes han ejercido la violencia, pero sí han sido los partidos políticos quienes han mirado para otro lado cuando la violencia les ha proporcionado réditos electorales.
Pues sabed que la violencia no discrimina, que la violencia no razona, que la violencia genera violencia, que se extiende como una mancha de aceite y que cuando hay una víctima de la violencia todos sin excepción, todos, somos víctimas de ella. Por eso, estos días nos han zarandeado, nos han escupido y nos han partido la cara a cada uno de nosotros cuando han zarandeado a José Gabriel, escupido a la hija de Ramón Luis o agredido a Pedro Alberto.
Yo también soy Pedro Alberto.
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