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Decíamos ayer que el otoño es un tiempo macilento. Sea porque el año envejece y el ciclo natural se agota, sea porque los días son más cortos y la luz se vuelve más tenue y mortecina, sea porque los árboles se desnudan y arrojan al viento sus galas del estío, sea por lo que sea, lo cierto es que el otoño es la estación de la tristeza y la melancolía. Tal vez sea por ello que en el otoño, además, se recuerda a los difuntos.
He escrito en varias ocasiones acerca de los modos diversos en que se celebra ese recuerdo fúnebre aunque, debido en buena parte a
Por ejemplo, en todas partes existe una gastronomía especial del Día de Difuntos, tal vez por aquello de que los duelos con pan son menos, o por aquello de que el muerto al hoyo y el vivo al bollo. En España se consumen de forma generalizada los huesos de santo, los boniatos asados y los buñuelos de viento, además de algunas especialidades regionales como el arrope y el calabazate de por aquí, las castañas asadas del Magosto gallego o los panellets de Cataluña. En Méjico son muy populares el Pan de Muerto y las Calaveritas de Dulce, generalmente de azúcar, que llevan impreso en la frente el nombre del difunto, sin perjuicio de que, por supuesto, coincida con el de algún que otro vivo que, dicho sea de paso, no suele tomárselo a mal ni armar por ello una balasera.
En España y en Méjico es costumbre reponer cada año el Don Juan de Zorrilla, así como visitar los cementerios para vestir de flores las tumbas de nuestros difuntos. En Méjico y en América Latina, cuando resulta imposible acudir al cementerio, se instala en cada casa una especie de monumento funerario muy ornamentado, el Altar de Muertos, en el que se dispone la comida favorita del difunto junto a su foto, flores y frutas. Una costumbre española hoy casi olvidada era la de encender unas lamparitas llamadas palomillas, consistentes en una mecha pegada a un cartoncito redondo que flotaba en un cuenco con agua y aceite, que se mantenían encendidas día y noche en recuerdo de las ánimas, lo que prestaba a las casas un aire inquietante y misterioso, como de conspiración y contubernio judeomasónico, pero no, no era eso.
Nada que ver, como pueden suponer, con el festival anglosajón de Halloween que, pese ser tan ajeno a las usanzas españolas, ha sido incorporado a nuestro elenco de festejos tradicionales con esa rapidez supersónica que sólo se da a la hora de apandillar fiestas y jolgorios en el ya muy concurrido calendario festero español. Calabazas, brujas, vampiros y muertos vivientes muy poco católicos, por cierto, pues
Flores, dulces, ritos, bailes, músicas, teatro y hasta cine. Como ven, la muerte es algo muy serio como para olvidarse de invitarla a la fiesta.
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1 comentario:
Estimado Juan Antonio: Lo del Halloween no nos queda tan lejano. Por lo que me han contado los mayores del Campo de Cartagena en los años 40 y posteriores, hasta los primeros 70, se vaciaban calabazas y melones para hacer ojos y boca, e iluminarla con una vela interior con el objetivo de asustar a la gente por las noches. Incluso en mi pueblo, La Palma, iban casa por casa, en ronda nocturna, la víspera de Todos los Santos cantando pasodobles y canciones de moda, jóvenes que en Navidad constituían la cuadrilla navideña. Las gentes los obsquiaban con tostones (granos de maíz fritos en la sartén con azúcar y un chorico de anís, castañas asadas o boniatos. Lo que recuerda al trato o truco. Pero eso también pasaba en pueblos de la huerta de Murcia.
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