martes, 29 de enero de 2013

La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad




(Artículo publicado el 29 de enero de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)



Llegados a cierta edad comienzan a desaparecer muchas de las inhibiciones que nos frenaban a la hora de decir o hacer algunas cosas. O lo que es igual, que llega un momento en que uno piensa en lo que decía aquel monje próximo a partir, que para lo que me queda en el convento, me cago dentro, dicho sea con perdón. No es cosa sólo de monjes, no, que también se aplica este viejo dicho español en la política y en casi todos los ámbitos de la vida. En ocasiones, la desinhibición no se produce por la edad sino por el concurso casual de ciertas circunstancias desencadenantes. Por ejemplo, todos hemos soñado con mandar a hacer puñetas a alguno si nos toca la lotería, o con echar mucho de menos a nuestros amigos por la misma razón. También puede suceder que la presencia de esas circunstancias no sea casual sino provocada con algún fin.  No sé yo si es eso lo que se busca con el acoso, supongo que merecido, que viene sufriendo el antaño yerno modélico. Tal vez llegue el caso de que, para lo que le quede en el convento, se cague dentro y si eso ocurre, ocurrirán también muchas otras cosas.
            Últimamente se habla mucho de la necesaria regeneración política y hasta se rescata del olvido, sin saber muy bien lo que es, el regeneracionismo de Joaquín Costa. Incluso algunos líderes y lideresas coinciden en afirmar en público que hace falta reformar el sistema electoral. Ya se habla sin ambages de listas abiertas e, incluso, se alaba acaloradamente el sistema electoral británico, fundamentado en el distrito uninominal, es decir, en la elección de un solo diputado o representante por cada distrito. Se propugna que los candidatos propuestos por los partidos hayan sido examinados antes con lupa y que quienes accedan a las nominaciones lo hagan con algo más que el carnet de afiliado. Se piden leyes más severas contra la corrupción política y hay quien exige la reforma del Estado de las Autonomías e, incluso, su desaparición.  En muchas de estas cuestiones se observa una general coincidencia y, sin embargo, pocos o muy pocos son los que han propuesto algo tan simple como que los políticos no mientan, algo tan sencillo como decir la verdad pero que constituye la piedra angular de las democracias más sólidas. A Richard Nixon no le costó la presidencia de Estados Unidos nada de lo mucho que hizo, bueno o malo, sino el mentir a los ciudadanos y, como este ejemplo, se pueden citar muchos más. En cambio, todos somos testigos de que, en España, un político puede mentir olímpicamente sin que nada ocurra y habrá incluso quien le ría las gracias y las pillerías. Hemos escuchado mentiras manifiestas y, a pesar de ello, hemos aplaudido al final del discurso. Llevamos demasiados años consintiendo la mentira, conviviendo con la media verdad, coreando al embustero y aplaudiendo la corrección política, que es otra forma de llamarla, y todavía hay quien se extraña del descrédito que padece la clase política.
En la busca de la regeneración política se está poniendo estos días, como es natural, el acento en los políticos y, sin embargo, muy pocos han hablado de los ciudadanos, de qué es lo que debe cambiar también en los ciudadanos.  Y es que para que la mentira sea causa eficaz de excomunión de un político es necesario que la sociedad condene la mentira sin paliativos ni disculpas o, lo que es igual, que la verdad no sea considerada un valor relativo ―hoy toca decir la verdad y mañana no, o aquí tiene usted una verdad y, si no le gusta, tengo otra―, sino un valor básico y absoluto de la democracia.
Orwell dijo que en una época de engaño universal decir la verdad es un acto revolucionario. Hagamos la revolución, la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
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