martes, 15 de mayo de 2012

La España inmoral


¡Qué bello es vivir! George Bailey, el último banquero


(Artículo publicado el 15 demayo de 2012 en el diario La Opinión de Murcia)


Sé muy bien que con un título así mi lector malasombra no dudará en tachar mi artículo de rancio y anticuado, pues lo estiloso, lo cool, lo que se lleva en la España progresista y post moderna es el relativismo moral, es decir, la ausencia de límite moral alguno. El relativismo moral no es la simple amoralidad, ésa que se predica de lo que no se califica a priori como bueno o como malo, sino que se trata de la aceptación práctica de la inmoralidad absoluta. Es la transgresión hecha norma: todos los límites pueden ser transgredidos y todos los hombres pueden ser transgresores. Tan letal ha sido el virus de la inmoralidad que no ha dejado títere con cabeza. Pónganse a buscar y por más que se esfuercen no hallarán una institución o un grupo de individuos organizado que haya sobrevivido al síndrome del relativismo, que no se haya dejado los pelos en la gatera de las concesiones morales o que haya hecho ascos a un rédito por el simple hecho de que procediera de la renuncia a alguno de sus principios fundamentales.
Que la banca ha sido el paradigma de la inmoralidad es algo que ya sabíamos. En ausencia de reglas morales, la frontera infranqueable estaba constituida, de un lado por la ortodoxia bancaria y, de otro, por las leyes de mercado, de manera que no era que ganaran siempre los buenos como ocurría con la moral tradicional, sino que los únicos buenos de esa película eran los que ganaban siempre. Hoy, incluso esos límites que podríamos calificar de amorales han desaparecido. Ni la ortodoxia bancaria ni la ley última de la pérdida y la ganancia, ni siquiera un mínimo sentido de la proporción, constituyen ahora un límite respetado. Y sin embargo, las grandes corporaciones financieras se empeñan en convencernos de que dentro de ese frío cuerpo de cristal, acero y códigos de veinte dígitos late tierno un corazoncito. Si usted ve un anuncio televisivo en el que, entre trinos y gorjeos, alguien protege el medio ambiente, cuida del trabajo de todos y de la igualdad de oportunidades de la gente, se ocupa de su derecho a una vivienda con jardín y aire acondicionado, y mima su salud en una linda habitación individual atestada de flores, al tiempo que describe el mundo en que vivimos como algo azul como el mar, verde como la hierba y sonrosado como el culito de un bebé, no tenga duda al respecto: se trata de la publicidad de un banco o de una caja de ahorros, que al final han resultado ser lo mismo. Claro que no le dirán a usted que al que no pague la hipoteca, aunque sea padre o madre de familia numerosa y aunque esté en el paro desde hace meses, lo desahuciarán sin contemplaciones porque han vendido sus activos inmobiliarios tóxicos o no a una sociedad especializada en sogas de ahorcado. Tampoco le dirán a usted, que tiene domiciliada su nómina de mil y pico euritos en la gorjeante institución financiera, que los miembros del Consejo de Administración, ex políticos, sindicalistas y comunistas incluidos, ganan cada uno varios cientos de miles de euros al año a cambio de casi nada, y que el presidente del banco, el mismo que ha dejado un agujero negro que deberemos pagar entre todos, cobraba él solito varios millones al año. No le cuentan que el nuevo presidente, el que viene a salvar el banco con su dinero de usted y con el mío, va a cobrar lo mismo que el que se ha ido, y que además trae a cuestas, el pobre, una pensión vitalicia de tres millones y medio de euros anuales del último banco en el que estuvo, donde además percibió más de cincuenta millones como indemnización tras dos años de arduo trabajo.
Y no sólo es la banca. Otro tanto ocurre aquí y allá, en las instituciones privadas y en las públicas, en los gobiernos y en los partidos políticos, en la monarquía y en los indignados. La crisis de valores morales, cuando no la ausencia de los valores mismos, se adivina detrás de una cacería de elefantes en Botswana del mismo modo que lo hace en las actividades financieras de un duque, en el desmedido salario de un banquero intervenido o en el gasto incontrolado, frívolo y fútil de una administrador público. No es sino la ausencia de valores lo que ha reducido la indignación a una simple rabieta por no poder acampar gratis en una plaza, o lo que hace que los sindicatos reúnan menos gente el día del trabajo que el campeón de liga en la Plaza de la Cibeles. Es la inmoralidad sólidamente instalada en la sociedad la que hace que las siete palabras que ha escrito un descerebrado en Twitter generen más rentas que cualquier libro de poesía que haya sido publicado en España. Es la inmoralidad pública de la instituciones y la inmoralidad privada de los hombres la que hace increíble cualquier solución a los problemas.
El Rey llamó a este tipo de cosas falta de ejemplaridad hasta que el propio Rey tuvo que callar.
Pero ya basta.
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