miércoles, 11 de abril de 2012

Mi cuchillo cebollero




(Artículo publicado el 10 de abril de 2012 en el diario La Opinión de Murcia)





Me equivoqué. Lo mío no era el Derecho sino la Cocina. He tenido que pasar más de treinta años bregando entre papeles y lidiando informes y demandas para darme cuenta de que mi auténtica vocación estaba más cerca de los fogones y del cuchillo cebollero de Paul Bocuse que del Código Civil de Napoleón y de la magna obra de Castán Tobeñas. Que conste que con esta confesión pública no le resto un ápice de valía a mi trabajo, pues me tengo por jurista competente aunque escéptico y desengañado. Simplemente les digo que por fin he descubierto que me salen mejor las fabes con almejas que las contestaciones a la demanda, que emplato mejor que enjuicio y que pico los ajos con más gracejo que lo hago con los argumentos del contrario. Lo que ocurre es que mi descubrimiento llega tarde en lo tocante al quehacer profesional, pues ni me veo de aprendiz ocho horas diarias picando kilos y kilos de verduras en brunois en lugar de picar pleitos, ni me imagino vestido con la toga blanca de cocinero en lugar de la toga negra de jurisperito. No, no es tiempo de cambiar. Al menos, no es tiempo de cambiar del todo.


Sin embargo, el hallazgo tardío de mi vocación errada no fue en balde. Decidí que si a estas alturas no podía convertirme en jefe de cocina o al menos en cocinero profesional, ejercería como tal en la cocina de mi casa. Por supuesto que lo primero que hice cuando me reconocí cocinero antes que fraile fue adquirir mi propio equipo, empezando por un cuchillo cebollero como Dios manda, porque un cocinero sin cebollero es como un caballero sin espada. Les confieso que me lo pensé mucho. Que si uno clásico, de empuñadura de madera y hoja de Albacete, o uno de esos nuevos, de empuñadura y hoja de acero de Solingen como los que manejan diestramente los Arguiñanos y compañía. O uno japonés como los de Iwao Komiyama, de filo rebajado en un solo lado de la hoja. O uno de cerámica, el colmo de la modernidad, que cortan como navajas de afeitar y no hace falta afilarlos jamás. Al final pudo más la vena conservadora y me hice con un estupendo cuchillo de los de toda la vida con el que me dí mi primer tajo cuasi profesional, llevándome por delante media uña que acabó finamente picada con el perejil. Lo siguiente fue una tabla de cortar, grande como un campo de fútbol, capaza de servir de cama de despiece de un buey. Luego, preso ya del furor culinario que se desata en este tipo de vocaciones tardías, fui llenando los cajones de las más variopintas herramientas de cocina: peladores, vaciadores, mazos y rodillos, moldes de acero y de silicona, rayadores varios, lenguas, varillas, palas, pinzas, cucharones, raseras, de acero, de madera, de silicona… Finalmente, descubrí que casi todo ello era innecesario, tanto más innecesario cuanto menor fuera la cantidad de comida a elaborar. Casi no me hizo falta ver a Jamie Oliver filetear un entrecot con un cortauñas o revolver la ensalada con la vinagreta directamente con las manos para saber que la cocina necesita muy poco equipo o, como decía mi abuela, que mucha gente para la guerra es buena.


Les cuento todo esto porque cuando me disponía a escribir un artículo furibundo contra la construcción en Madrid o en Barcelona, no sabemos quién dará más, de una especie de sede europea de Las Vegas me he dado cuenta de que escribirlo es tan poco atrayente como redactar la contestación a la demanda en un pleito que sabes perdido de antemano. Si la versión española de la Ciudad del Pecado reporta dividendos a las arcas públicas se hará sí o sí. Si para ello hay que modificar la ley que impide a los ludópatas y a los menores de edad entrar en las salas de juego, se modificará. Si a la hora excluir a Las Eurovegas de su aplicación hay que olvidar cuánto se ha jodido a la hostelería española con la ley antitabaco, se olvidará. Si hay que omitir que buena parte de los miles de empleos que se van a crear el complejo de juego lo serán en actividades complementarias como la prostitución más o menos legalizada y el consumo de alcohol y drogas, pues se omitirá. Y si hay que rectificar las leyes laborales, las tributarias y las urbanísticas para que se instale cómodamente el Rey del Juego, pues se rectificarán. Y si, además, hay que regalarle el suelo necesario para ello, no les quepa duda sobre ello: se le regalará. No les digo ya lo que ocurrirá si al magnate se le ocurre que unos cuántos se bajen los pantalones.


Como les decía, prefiero la cocina y el cuchillo cebollero.


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