martes, 27 de marzo de 2012

Ignatius y el saludo italiano de la buena suerte





(Artículo publicado el 27 de marzo de 2012 en el diario La Opinión de Murcia)




He tenido que tirar a la papelera de reciclaje el artículo que tenía preparado desde el sábado para comentar los resultados de las elecciones en Andalucía. Eso me pasa por fiarme de los míos. A quién se le ocurre prometer trabajo y sangre, sudor y lágrimas a cambio del dinerito facilongo de las subvenciones y demás paniaguas. Y es que el dichoso artículo no me aguanta cuatro años en el congelador. De momento es muy posible que donde pone una de Arenas, tenga que poner otra de cal. ¡Ay, Javierito!, que las tuyas son arenas movedizas es tan cierto como que África empieza en Despeñaperros.



Menos mal que para sustituir el artículo tengo en reserva una bonita historia en la que el protagonista no es Ignatius, ya saben, mi asesor en estropicios andaluces, sino su madre, la señora Reilly, hoy señora Robichaux, quien se la contó a Ignatius por carta. Quienes conozcan la historia de la familia, lamentablemente apenas esbozada en La Conjura de los necios, la épica novela de John Kennedy Toole, sabrán que la madre de Ignatius es una mujer devota y un tanto cándida que vive en la muy católica y desvergonzada ciudad de Nueva Orleans. Juzguen ustedes mismos.



“Querido hijo:



Hace unos días tuve una experiencia religiosa increíble que quiero compartir contigo. Había tenido un día muy duro cuidando a mi amiga Santa Bataglia que está en el hospital de la calle Audubon recién operada de vesícula, y ya sabes lo inquieta que se pone mi querida Santa en esas circunstancias. A media tarde, bajé a la librería del hospital a comprarle una revista y allí encontré una pegatina para el coche que decía lo siguiente:



TOCA LA BOCINA SI AMAS A DIOS



Me pareció muy apropiada, así que la compré y decidí pegarla en el parachoques trasero. Cuando llegó a relevarme, la hija de Santa me pidió que llevara a su hijo Giovacchino a casa de su abuela paterna. No sé por qué pero Giovacchino, con sus mofletes sonrosados, me recuerda mucho a ti cuando tenías su edad, querido Ignatius, sobre todo cuando le gasta a su abuela Santa esas bromas tan simpáticas.


Entonces cogí mi coche, pegué la pegatina en el parachoques trasero y me encaminé a dejar a Giovacchino en casa de su abuela. Había mucho tráfico pues era la hora de salida del trabajo, y la temperatura, aunque ya caía la tarde, no bajaba de treinta y siete grados. Al llegar al cruce de Audubon con Fontainebleau Drive me paré, pues el semáforo estaba en rojo, y me puse a pensar en el Señor y en todas las cosas buenas que nos ha dado. No me di cuenta de que el semáforo se había puesto verde, pero descubrí que muchos otros aman al Señor porque inmediatamente comenzaron a sonar las bocinas... ¡Fue maravilloso!


La persona que estaba detrás de mí era sin duda muy religiosa, ya que tocaba la pito de su coche sin parar mientras me animaba a hacer lo propio: “Dale, por el amor de Dios, dale...!!!”, gritaba. Dirigidos por él, sin duda un espíritu puro, todos los demás conductores hicieron sonar las bocinas de sus coches. Yo les sonreía totalmente emocionada y les saludaba con la mano a través de la ventanilla.


En ese momento ví por el retrovisor que un muchacho que conducía una furgoneta de reparto de pizzas a domicilio me saludaba de una manera muy particular, levantando únicamente el dedo corazón de la mano. Le pregunté a Giovacchino qué significaba ese saludo y el niño, muy sonriente, me contestó que era un saludo italiano que se usaba para desear buena suerte. Entonces saqué la mano por la ventanilla y saludé a todos de la misma manera, lo que hizo que se redoblara el maravilloso sonido de las bocinas. Mientras, Giovacchino se retorcía de risa, supongo que de alegría por la bella experiencia religiosa que estaba viviendo.


Luego dos hombres se bajaron de un coche cercano y comenzaron a caminar hacia el mío, creo que para rezar conmigo o, tal vez, para preguntarme a qué parroquia pertenezco, pero en ese momento fue cuando me dí cuenta de que la luz del semáforo estaba en verde y, sin pensármelo dos veces, saludé con el saludo italiano de la buena suerte a todos mis hermanos y hermanas y, de un acelerón, rebasé el cruce.


Después de cruzar me dí cuenta de que el único coche que había podido pasar era el mío, pues el semáforo se había vuelto a poner en rojo. Te confieso que me sentí muy triste por dejarlos allí después de todo el amor que habíamos compartido. Entonces paré el coche, me bajé, los saludé a todos por última vez con el saludo italiano de la buena suerte y me fui. El exultante sonido de las bocinas me acompañó durante un trecho largo, muy largo, benditos sean todos ellos.


Ruego a Dios por todos esos buenos hombres y mujeres que quedaron allí, en el cruce. Giovacchino, supongo que de la emoción que sintió en ese momento dichoso, se hizo pis en los pantalones. Luego, me encargó que te enviara de su parte un saludo italiano de la buena suerte ¡Qué ricura! ¡Cómo me recuerda a ti!


Besos, tu madre que te quiere ”.


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