martes, 3 de mayo de 2011

Obama consagra a Osama

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(Artículo publicado el 3 de mayo de 2011 en el diario La Opinión de Murcia)












El duelo al sol ha durado casi diez años. Finalmente lo ha ganado el vaquero, un vaquero de piel oscura y de nombre árabe, hijo y nieto de musulmanes, que ha tenido que exhibir su partida de nacimiento para acreditar ante los ataques de la oposición que nació en Estados Unidos, requisito indispensable para ser presidente de ese país, lo que los inmuniza definitivamente contra la posibilidad de que Zapatero pueda ocupar el Despacho Oval. Ya conocen la teoría: cualquiera puede ser Presidente, pero afortunadamente para los norteamericanos de USA esa teoría sólo tiene validez aquí. Allí los todopoderosos presidentes mandan mucho pero no llegan a la suela de los zapatos a los bilbaínos porque, como todos ustedes saben, los de Bilbao pueden nacer donde quieran.



Muerto el perro se acabó la rabia, dice el refrán, y así parecían sentirlo los miles de personas que manifestaron su alegría en Washington nada más ser hecha pública la noticia. Pero no va a ser así. Lo único que ha logrado Barack Obama ha sido crear un icono inmortal. Da igual que se tratara del terrorista más buscado y odiado por Occidente, o de un asesino de masas. Osama ben Laden es para el integrismo islámico, y lo seguirá siendo por los siglos de los siglos, El Mahdi, el Elegido, el que puso en jaque al imperio más poderoso de la tierra, el que humilló a Norteamérica, el que hizo correr ríos de sangre en la ciudad más altiva de Occidente para lavar el orgullo de Oriente. Osama, por quien se seguirán sacrificando centenares y miles de suicidas en lo que algunos llaman la Tercera Guerra Mundial, una guerra que no se sucede en ningún lugar en particular sino en todos y no contra alguien en concreto sino contra todos. En Kabul, en Madrid, en El Cairo, en Londres, en Islamabad, en Nueva York, en Casablanca. Contra hombres, mujeres y niños, civiles y militares, blancos y negros, musulmanes y católicos.



Sin distinción.



Sin prisioneros.



Obama no sólo no ha acabado con Osama, sino que ha consolidado un icono indestructible. Tanto como lo es el de aquel otro terrorista sanguinario, cuya efigie simboliza paradójicamente la libertad: el Che Guevara. Los iconos se alimentan del fervor de la multitud. No entra en juego la razón, sino los instintos y sentimientos primarios, desde el amor al odio. Osama es odiado por Occidente en la misma medida y por la misma causa en que es amado por Oriente, para quien Osama es la venganza, la justicia, la promesa.



Osama ha muerto, dicen, y sin embargo permanece. Está detrás de las revueltas que se vienen sucediendo en el mundo musulmán contra gobiernos corruptos, sí, corruptos (señálenme uno en todo el orbe islámico que no lo sea), pero pro occidentales. Esas mismas revueltas que la estupidez progresista ha querido convertir en revoluciones democráticas y a las que ha bautizado con nombres de flores, como la revolución de los jazmines.



Osama no ha muerto, se está riendo de la estúpida Europa y de la pánfila Norteamérica. No, no es la libertad de los oprimidos, ni la democracia, ni siquiera la justicia, lo que ha derrocado al gobierno egipcio o al tunecino. A Muamar el Gadafi (por cierto, doña Carma, qué bonita manera de transformar una revuelta en una guerra civil por los intereses de Francia), a Bashar el Assad y a Alí Abdullah Saleh no los sustituirá la democracia occidental, sino la teocracia islámica más radical.



Y lo hará bajo la égida de Osama ben Laden, querido Barack.



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