lunes, 7 de julio de 2014

Kintsugi, las cicatrices doradas

(Artículo publicado el día 8 de julio de 2014 en el diario La Opinión de Murcia)




Hay aconteceres de la vida que nos rompen el alma en cuatro pedazos, la muerte de un amigo, por ejemplo. Entonces, el alma se recompone lentamente, trozo a trozo, con la ayuda y el consuelo de la fe o con la resignación humana frente a lo inevitable, hasta llegar a parecer la que era, pero sólo a parecerlo. El alma queda llena de arañazos irreparables e incluso cruzada por grietas y heridas que nada ni nadie pueden restañar. Pasado un tiempo, la vida sigue.
En otras ocasiones lo que se quebranta es la imagen idealizada que tenemos de algo o de alguien, como cuando viajas por vez primera a una ciudad de la que crees conocer cada calle y cada rincón gracias a la literatura o al cine y que, cuando la pisas realmente, descubres sin embargo que ni huele, ni suena, ni palpita como pensabas que lo haría. Mucha culpa de esto la tiene la publicidad, en estos tiempos en que, como decía el otro día José Varela Ortega -quien soporta con estoicismo gallego que lo estemos comparando permanentemente con su ilustre abuelo, José Ortega y Gasset-, progresamos de la imagen a la palabra y no de la palabra a la imagen como venía siendo lo natural. Ves un pastel en el escaparate de una confitería y, como cuando eras niño, te imaginas los sabores y aromas que posee, las diferentes tonalidades de dulces, desde el ligero dulzor del bizcocho hasta intenso azucarado de la glassé, la textura crujiente de la almendra o del coco picados, la untuosidad de la mantequilla o la liviandad de la gelatina, y todo ello para descubrir un minuto después, cuando te lo llevas a la boca, sólo el dulce intenso, algo metálico y artificial de los edulcorantes industriales.
 Ocurre igual con las personas, sobre todo con aquéllas de las que tienes una idea configurada por datos externos, como pasa con una persona pública o famosa, de la admirabas su simpatía y locuacidad para descubrir, el día que tienes la desgracia de conocerla, que es un ser taciturno y engreído, o un pobre infeliz con el que apenas puedes hilvanar dos frases en una conversación. O con aquella persona de la que tienes únicamente referencias muy superficiales, como ésa con la que te cruzas cada día sin cambiar apenas una mirada, y de la que, sin embargo, te has construido una historia llena de conjeturas. Y ocurre también con muchos a los que creías conocer bien que, llegado el momento de la adversidad o de la buena fortuna, o te abandonan como antes no lo hacían, o te persiguen como jamás lo hubieran hecho.
De lo que hablo es de la fragilidad de las cosas y, muy especialmente, de las personas, de su imagen rota y de los sueños quebrados, de cómo hacemos esfuerzos denodados para restituir la imagen a su estado anterior y de cómo fracasamos siempre en el intento.
Los japoneses tienen la creencia de que cuando alguna cosa ha sufrido un daño adquiere una historia personal y única que la hace más hermosa. Por eso, para reparar la cerámica fracturada aplican un técnica tradicional de restauración llamada Kintsugi o Kintsukuroi, que significa “carpintería o reparación de oro”, para lo que agrandan la fractura y la rellenan con un barniz de resina espolvoreado o mezclado con polvo de oro, plata o platino. La pieza así restaurada no trata de replicar el aspecto intacto de la cerámica nueva ni de ocultar o disimular los daños, sino que los resalta ennoblecidos con el oro o la plata para transformarla otra vez, eso sí, en algo completo. El Kintsugi celebra la dialéctica entre la totalidad y la fragmentación, descubre y realza la belleza de lo roto, de lo quebrado, pone de relieve la historia única y singular de ese vaso o de ese jarrón troceado que, sin embargo, renace a la vida como una pieza completa pero estéticamente transformada. Tan singular es la restauración, tan personales sus resultados, que las piezas así reintegradas son con frecuencia más valiosas que los ejemplares intactos.

                El Kintsugi es también la fórmula magistral de la eterna juventud. Una vasija quebrada y recompuesta con lañas de alambre o con un mal adhesivo siempre será una vasija vieja, pero si sus cicatrices la cruzan recubiertas de oro, la vasija ya no es vieja, sino joven, ya no es fea, sino que se ha transformado en una obra de arte. Y así ocurre con las personas. Las cicatrices forman parte de nosotros, frágiles piezas de cerámica, y a través de ellas se puede leer la vida de cada uno. Aquél que no deja que sus cicatrices se queden en viejos costurones sino que las transforma en vetas de oro, ése permanece eternamente joven y eternamente bello.
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