martes, 6 de mayo de 2014

El gris que todo lo invade


Miembros del Club de Debate de la UMU

       Una de las consecuencias de la globalización es la paulatina desaparición de las señas de identidad intrínsecas a las cosas, de las características propias e irrepetibles que las diferencian unas de otras, de todo aquello que las individualiza y las convierte en algo único y singular. Antes, el plástico se diferenciaba de la piel del mismo modo en que lo hacía la mantequilla de la margarina o los vinos buenos de los malos. Cosas que antes se diferenciaban con claridad se parecen hoy en lo sustancial como una gota de agua a otra, están hechas de la misma materia y poseen las misma utilidades. Por seguir con los ejemplos anteriores, hoy apenas logramos distinguir el plástico de la piel o la mantequilla de la margarina y todos los vinos son buenos. Tal vez por eso, porque son básicamente iguales, las diferencias entre unas cosas y otras se han instalado en lo superficial y accesorio, como los colores o el quipamiento, o en detalles apenas perceptibles por los muy expertos, tales como las añadas o las cualidades organolépticas o nutritivas de un vino, cuestiones además que hacen el agosto de las compañías publicitarias y de imagen. Dicho de otro modo, para distinguir una bebida de otra hace falta que un experto en imagen encuentre, primero, y nos explique a los consumidores, después, las virtudes y ventajas de las bayas de enebro o junípero que han sido recolectadas en el sotomonte en determinadas épocas del año, cuyo uso adecuado como aromatizador nos permite disfrutar del gintonic de nuestra vida al módico precio de un ojo de la cara.
Otro tanto ocurre con las ideologías y los partidos políticos. El posibilismo económico y la dictadura de lo políticamente correcto han reducido el espacio en el que los partidos políticos que aspiran realmente a gobernar pueden desarrollar su esquema ideológico y su oferta electoral. No me refiero a los que únicamente aspiran a enredar, ni a las aventuras de un solo día, sino a las grandes formaciones políticas que cuentan con la fuerza, los recursos y los militantes suficientes para hacerse con los gobiernos: en España, PP y PSOE. Habrán visto ustedes cómo, con el paso de los años, aquéllos que vestían de pana en los Ochenta no han tenido empacho en lucir en sus mítines cazadoras de piel de Loewe o en enfundarse el chaqué y el modelito de Valentino para asistir a la boda del año, o en celebrar ellos mismos la boda del año de uno de sus retoños o retoñas con el de un famoso de la jet, como tampoco han tenido reparo alguno en hacer posar a sus ministras para la portada del Vogue, recostadas en mantas de falsa piel de leopardo. Y lo han hecho con la misma ausencia de complejos con la que los ya más que maduros cachorros de la derecha han adoptado los vaqueros, las camisas remangadas y las chaquetillas de loneta para sus actos de partido, o el modelo progresista de madre selfie para presidenta del partido o ministra del Gobierno de España, o la pose en cierta deshabillé despampanante para la portada del suplemento dominical de un diario con el que sus votantes naturales no pudieron ese día asistir a misa a periódico descubierto.
Pero la igualación alcanza en el caso de los partidos políticos, no solo a los líderes y candidatos, sino incluso a los idearios y a los programas electorales que, a fuerza de buscar el voto de los mismos votantes de centro, de esa gran mayoría silenciosa que da y quita los gobiernos, han terminado pareciéndose tanto unos a otros como las novelas de Dan Brown o como las gemelas Susan Evers y Sharon McKendrick, protagonistas de aquella película de los Sesenta titulada Tú a Boston y yo a California, que se parecían tanto en la pantalla, entre otras cosas, porque a ambas las encarnó  la misma actriz, Hayley Mills. Con ligerísimas diferencias, ya digo menos que entre Pili y Mili, encontramos en los idearios y en los programas políticos de los dos grandes partidos las mismas políticas económicas y sociales, idénticas propuestas de regeneración de la vida política, iguales proyectos de convivencia, medidas y proyectos, revisadas, remendadas y recompuestas una y otra vez, con las que han pretendido convencer a los mismos electores, también una vez tras otra. Pero ocurre que cada día son menos los convencidos y más los decepcionados por las grisáceas ofertas de los grandes partidos que se instalan en la abstención o que buscan refugio en ofertas políticas marginales con el único objetivo, a veces, de emitir un voto de  castigo. Y esto no es bueno.
Sin embargo, hay ciertos signos que me hacen conservar la esperanza en que el sistema sobrevivirá a sí mismo. Entre ellos y muy especialmente, los jóvenes. En las redes sociales y, muy tímidamente aún, en los cuadros de los partidos políticos y entre los cargos electos, se puede encontrar a algunos jóvenes de veintipocos años, estudiantes universitarios o profesionales recién estrenados, que hablan sin ambages, que debaten con inteligencia y arrojo, que formulan propuestas atrevidas e ingeniosas, que se sienten españoles sin complejos y demócratas sin engaños, que se saben llamados a ser capitanes del imperio porque se sienten capaces de tomar todo lo que la vida de hoy les ofrece, de aprovechar las oportunidades, las muchas oportunidades que tienen pese a todo a su alcance. Son los jóvenes que integran algún club de debate universitario, algunos foros de opinión, que hablan con fuerza y con frescura en radios y en medios de comunicación alternativos o tan jóvenes como ellos, que sonríen a la vida y que con su sonrisa, a pesar de todo lo viejo y lo gris que me rodea, la colorean y me hacen sonreír a mí, cargado de años y de decepción.
Por ellos y por ellas.

(Artículo publicado el 6 de mayo de 2014 en el diario La Opinión de Murcia)
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