martes, 30 de abril de 2013

Y si nos vamos...


(Artículo publicado el 30 de abril de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)





España es un país de extremos. Somos capaces de pasar de la adoración al odio y nuevamente a la adoración, del mismo modo que la imagen de la Dolorosa, de la Macarena o de la Blanca Paloma nos enciende el espíritu pío, el mismo que luego se apaga y enfría durante meses hasta el punto de negar, no tres, sino cien veces al Sin Pecado. Tal vez sea cosa de este sol de justicia que durante siglos nos ha recalentado las cabezas y los ánimos, que espesa y alcoholiza los vinos, que intensifica los sabores de la fruta y los colores de la vida, que hace del rojo de la sangre y del amarillo del albero calcinado nuestra bandera e, incluso, la bandera de aquellas tierras de España donde las corridas de toros han sido prohibidas.

            En España estamos siempre a punto de pasarnos al otro bando, sea éste cual sea, en casi todo lo que hacemos o lo que somos, excepto en el fútbol. En el fútbol, uno es del Real Madrid o del Barcelona para toda la vida como ocurre con los viejos matrimonios y con los pingüinos y, si no se es de ninguno, se está contra los dos, sea como colchonero, como león de San Mamés o como periquito. Pero incluso, el ser de un mismo equipo hasta la muerte no significa serle fiel también hasta la muerte. En el fútbol, la pasión nacional, nos debatimos entre el amor y el odio al equipo de nuestras entretelas. Amamos intensamente a nuestro equipo con la victoria, lloramos de alegría con sus éxitos y enmarcamos en plata y oro el carnet de socios, Y, al minuto siguiente, cuando llega la derrota lo odiamos hasta la médula, lloramos desconsoladamente por su fracaso y rompemos en cuatro trozos el carnet de socio. En cuatro sólo, pues la experiencia nos dice que así resultará más fácil volverlo a pegar.

            Algo así está apunto de pasar con la Corona y con Europa, aunque de distinta manera y por distinto motivo. No digo yo que fuéramos monárquicos, que no lo hemos sido nunca, pero sí que fuimos durante décadas “juancarlistas” convencidos. Hemos reído al monarca todas sus gracias, que han sido muchas, y le hemos disculpado sus devaneos, jolgorios y cacerías de uno y otro tipo entre sonrisas de complicidad. Pero ya no. Desde Botswana, las gracias nos hacen menos gracia y, la Familia Real, casi ninguna. Ni siquiera Doña Leticia, que hizo que la plebe española emparentara con la Primera Familia, resiste hoy la comparación en aprecio popular con Máxima Zorreguieta, la hoy flamante Reina de Holanda, que hizo lo propio entre los gauchos y la realeza holandesa. Ya no enorgullece al paisanaje que el Bribón gane la Copa del Rey de Vela, ni que Don Juan Carlos sea el terror de osos y elefantes, ni que la Princesa de Asturias sea la reina de la elegancia, no desde que los españoles no llegan a final de mes, mientras que a muchos ni siquiera les da para empezarlo. Se dibuja la sombra de la república a la vuelta de la esquina.

Y luego está Europa. De ser los campeones del europeísmo estamos próximos a convertirnos en los líderes del euroescepticismo, siempre en uno de los extremos, recuerden. Durante años, la pertenencia a Europa nos deslumbró de tal manera que hubo incluso quien llegó a hablar de “conjunción planetaria” ante la coincidencia de la presidencia española de turno de la Unión Europea con la presidencia norteamericana de Barak Obama. Tanto nos  fascinó la idea de ser europeos que, sin apenas darnos cuenta, regalamos a Europa la prenda más preciada que poseíamos como nación: nuestra soberanía, y con ella perdimos la virginidad. Lo que no lograron jamás los legionarios romanos, los altivos guerreros árabes o los dragones franceses, lo han conseguido esos funcionarios europeos tipo Olli Rehn, que parecen ir siempre vestidos con pantalón corto y calzados con sandalias de samaritano y calcetines. Tenemos la sospecha de que ya no somos dueños de nosotros mismos, que nuestro país no nos pertenece, que ya no somos libres para tomar las decisiones que, en el mejor de los casos, nos vienen dadas por Europa, y que nuestros representantes sólo valen ya para acatarlas y hacerlas cumplir en España en una especie de federalismo de ejecución muy a la alemana.

Créanme si les digo que cada vez son más los españoles que ven en Europa y en el euro a los responsables últimos de la situación por la que atraviesan, por encima incluso de los políticos y gobernantes locales. Y cada vez son más los que se preguntan qué pasaría si nos fuéramos…

Y, luego, sonríen.
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