martes, 5 de marzo de 2013

Tu es Petrus



(Artículo publicado el 5 de marzo de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)



Tras la renuncia de Benedicto XVI la Iglesia se dispone a elegir un nuevo Pontífice. Se ha hablado y se seguirá hablando durante mucho tiempo acerca de las “verdaderas” razones de la decisión de Joseph Ratzinger, olvidando que la única razón verdadera es la que él mismo reveló ante el Consistorio de Cardenales. Más allá de ficticias conjuras propias de una novela truculenta de Dan Brown, que además son alentadas desde posiciones alejadas y aún contrarias a la fe católica, la interpretación correcta de todo cuanto está ocurriendo en torno a la sucesión de Pedro precisa que sea aceptada una premisa inicial: que la fe juega un papel fundamental en todo el proceso. Tratar de explicar la actitud frente al Papado de un hombre de fe como Ratzinger sin tener en consideración precisamente esa fe, es como tratar de entender la relación de un niño con el juego sin tener en cuenta que se trata justamente de un niño. Juan Pablo II decidió ser Papa hasta el final de su vida por la misma razón en que Benedicto XVI resolvió renunciar al papado: por la luz de su fe. Ninguna de las dos decisiones, la de permanecer o la de renunciar, fue adoptada por razones mundanas, el apego al cargo o el miedo y el abatimiento, del mismo modo en que tampoco pesaron las ansias de poder o la ambición personal en la decisión de aceptar la elección del Colegio Cardenalicio. Solo si se acepta la presencia de la fe es posible comprender la naturaleza de estas decisiones, radicada en una profunda convicción de estar obrando de conformidad con el mandato de Dios.
            Según la traducción del texto en latín al español facilitada por la Web oficial del Vaticano, Benedicto XVI anunció su renuncia con estas palabras: “Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino. Soy muy consciente de que este ministerio, por su naturaleza espiritual, debe ser llevado a cabo no únicamente con obras y palabras, sino también y en no menor grado sufriendo y rezando. Sin embargo, en el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de San Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado.”
            Es pues la falta de fuerzas debida a su edad avanzada (vires meas ingravescente aetate non iam aptas esse) la causa única de la renuncia al Papado de Benedicto XVI. Pero no se trata únicamente de la ausencia del vigor físico necesario para aguantar el ritmo agotador de su ministerio, sino también la falta de vigor espiritual (vigor animae) para afrontar su misión en el mundo de nuestro tiempo  “sujeto a transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe” (rapidis mutationibus subiecto et quaestionibus magni ponderis pro vita fidei perturbato). La edad avanzada no solo actúa minando y reduciendo la fuerza física de una persona, sino que reduce también su capacidad de aceptar con pleno convencimiento de ello los cambios que se han producido en su entorno y de actuar en consecuencia. Tal vez aquí esté la clave de la renuncia: en el mundo de hoy hace falta un Papa dotado del vigor físico y espiritual que le permita, primero, la íntima aceptación de los cambios vertiginosos que se producen en este mundo de aguas agitadas y, después, el gobierno de la barca de Pedro con mano firme y serena.
La crisis de fe provocada en Europa y en general en el mundo desarrollado por lo que Benedicto XVI denominó la dictadura del relativismo, por un lado, y la insultante y creciente desigualdad entre ricos y pobres, por otro, apuntan a la conveniencia de un Papa que se haya enfrentado con ambos mundos, el del descreimiento y el de la desigualdad,  y que lo haya hecho con una fe evangélica de esa que mueve montañas, tal vez con la fe joven de Latinoamérica. Por si acaso, no pierdan de vista al cardenal hondureño Oscar Andrés Rodríguez Maradiaga. Salesiano de formación, procede de una Iglesia pobre y marginada pero joven y llena de fe. Con setenta años es un hombre de hoy que habla seis idiomas y que, además de músico, es piloto aeronáutico, teólogo y psicólogo. Ha sido un luchador destacado contra la pobreza y la corrupción y se le reconoce una gran habilidad en conjugar modernidad y tradición sin dejar de llamar a las cosas por su nombre. Ha protagonizado campañas en defensa de los derechos humanos en Latinoamérica y por la condonación de la deuda de los países pobres y ha participado activamente en negociaciones de paz con grupos disidentes.
No sé si esto que voy a añadir por último será un mérito para el papable, pero a mí me recuerda mucho a Kiril Lakota, aquel Papa que interpretó Anthony Quinn en Las sandalias del Pescador. Si no la han visto aún, este es el momento.
Por cierto, el lema de su escudo cardenalicio es “Mihi vivere Christus est”. Y esto, lectores míos, tal vez sea el resumen de todo.
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1 comentario:

Anónimo dijo...

Hay palabras que emocionan y que al tiempo trasladan solidez y serenidad. Gracias J.Antº.