martes, 12 de marzo de 2013

El ciego que no quiso oír


(Artículo publicado el 12 de marzo de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)



Mientras Venezuela transita del chavismo a la madurez, un sendero izquierdoso y populista, valga la redundancia, que consiste en transformar el progreso en una momia, nuestra España querida continúa progresando adecuadamente hacia el abismo.
Vivimos tiempos insensatos en los que tiene más razón el que más alto grita, tiempos en que la demagogia ejerce el liderato indiscutible sobre el sentido común, tiempos en los que la realidad física es suplantada en demasiadas ocasiones por la realidad virtual, que no es más que la moderna versión del viejo espejismo. Sacamos el paraguas porque en el mapa digital que sale por la tele alguien ha colocado una oscura y lacrimógena nube sobre nuestras cabezas virtuales, sin que se nos ocurra asomarnos a la ventana a ver si llueve. Aceptamos sin pestañear que el pueblo venezolano llore desconsoladamente la muerte de Hugo Chávez sin detenernos a pensar que lo hace en compañía de personajes tan siniestros como los antediluvianos hermanos Fidel y Raúl Castro o ese paladín de las libertades llamado Mahmud Ahmadineyad, cuyas lágrimas de cocodrilo debieran hacernos entrar en sospecha. Lo que vengo a decir es que nos hemos acostumbrado a aceptar pulpo como animal de compañía y que se sueña mejor con los ojos cerrados y con los oídos sordos.
            Es lo que nos ocurre con dos grandes mitos de nuestra reciente vida política: el Estado del Bienestar y el Estado Autonómico. Casi todos estamos de acuerdo en que en aquellos difíciles tiempos de la transición uno y otro constituyeron un horizonte esperanzador. Por eso, el Estado del Bienestar y el Estado Autonómico, uno en lo material y el otro en lo formal, quedaron incorporados a la Constitución no sólo como un atractivo modelo al que aspirar, sino como una meta real que podía y debía ser alcanzada. Ambos objetivos constituyeron durante años el afán de los gobiernos. Era ambos tan atrayentes, tan ilusionantes, tan decididamente novedosos, ejemplares y progresistas, que nadie reparó en algunos pequeños detalles. Por ejemplo, muy pocos pensaron, y menos aún lo advirtieron públicamente, que los recursos económicos necesarios para alcanzar el pleno estado de bienestar serían poco menos que infinitos como infinito es el deseo de mejorar. Ocurría que nadie había puesto límites al bienestar deseable.
También fueron muy pocos quienes vieron que el Estado de la Autonomías, una especie de híbrido entre el modelo unitario y el federal, carecía igualmente de límites precisos. Lo que en un principio parecía excesivo para unos resultaría insuficiente para otros que no se habrán de contentar más que con la independencia. Y, lo que no dejaría de ser sorprendente, aquellos que en un principio no aspiraban siquiera a la autonomía, acabaron exigiendo la misma dosis de soberanismo que los propios soberanistas, y dos huevos duros más. Algunas voces sensatas, quiero recordar que la sensatez autonomista de la UCD le costó su desaparición, fueron rápidamente acalladas por la demagogia fácil e incendiaria del “café para todos” que prendió incluso entre los que hubieran preferido el té al café. La descentralización política y administrativa, en lugar de ser un instrumento para mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos, se transformó en un fin en sí misma, y la voraz carrera hacia el precipicio se volvió ciega y sorda.
En los últimos treinta años lo cierto es que no ha habido quien tirara una piedra al tejado de cristal de ambos modelos, el estado de bienestar y el autonómico. Sin embargo, hoy ya sabemos que se encuentran más cerca más del “estado terminal” que de otra cosa. Tal vez por eso el profesor Fernández Rodríguez, catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Complutense, quien opina que si algo bueno ha tenido la crisis económica es que nos ha puesto delante de las narices la crisis del propio Estado de las Autonomías, ha lanzado recientemente una propuesta que seguro que a más de uno le habrá sonado a disparate: que se reforme el mapa autonómico español y se reduzcan las comunidades autónomas de diecisiete a trece, entre ellas las de Murcia y Valencia que pasarían a formar una sola denominada “Comunidad Valenciana y Murcia”. Tal vez sea un disparate pero, por si acaso, vayan haciendo un curso rápido de valenciano y aprendan a decir “collons”.
Mi buen amigo Nerón, que sin que yo lo supiera ha resultado ser primo lejano de Ignatius, mi asesor en pulpos y otros animales de compañía, me comentaba el otro día en relación con la sorprendente propuesta que, puestos a unir regiones, tal vez lo mejor sería unir España.
Pues amén.
.

No hay comentarios: