miércoles, 15 de septiembre de 2010

Me desespero y me desperezo

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(Artículo publicado el 14 de septiembre de 2010 en el diario La Opinión de Murcia)



Aún bajo los efectos de la dosis de europeína en vena que me he chutado este verano, me disponía a escribir un furibundo artículo cargado de improperios contra todo lo que se me antoja odioso de esta España festivalera y excesiva a la que, por finalizar mis vacaciones, vuelvo siempre arrastrando los pies, como tras un permiso carcelario. No les negaré que, tal vez porque no viva allí, añoro la Europa verde y silenciosa, húmeda y aburrida, de ciudades añejas y pueblos desiertos, casi invisibles entre los árboles, a los que se adivina por el afilado campanario de una iglesia; la Europa ordenada, trazada como a escuadra y cartabón y, al mismo tiempo, de formas suaves y redondeadas; de carreteras ajardinadas e intransitadas, por las que se llanea dulcemente a setenta por hora. Sólo las autopistas francesas e italianas parecen casi españolas, atestadas de coches, de estrés y de velocidad, calurosas y casi polvorientas.





Tal vez sea porque no vivo allí, porque paso únicamente cortas temporadas de vacaciones, que no echo de menos el vocinglerío que me aturde en cualquier espacio público de España, el ruido gratuito e innecesario, la trifulca política estéril, el papanatismo acomplejado de los políticos supervivientes. Será porque no me da tiempo a hartarme de ello que me sorprende que se pueda dormir en silencio; que los vecinos se muevan sobre algodones a partir de las nueve de la noche; que los coches no tengan pito; que nadie estacione su coche encima de las aceras o en los pasos de peatones; que nadie se cuele en las colas; que el que se cruza contigo en un camino del campo o en una acera solitaria de la ciudad te salude siempre con un bon jour o con un guten Tag y te sonría con la mejor de sus sonrisas; que no haya pintadas en las paredes; que usen las papeleras; que el mobiliario urbano no esté estropeado, pintarrajeado, carcomido por los monopatines o simplemente demolido; que la vida corriente sea más barata que en España y que lo superfluo sea más caro.





Será porque no vivo allí que no echo de menos el alegre bullicio de aquí, la incesante e improductiva actividad de la mosca, el eterno cantar de la cigarra, ora vestida de mora, ora de nazarena, el correr del vino y el repique constante de las campanas.





.........Decía que venía dispuesto a escribir un artículo airado cuando me ha asaltado la melancolía del otoño que ya está próximo. Y lo ha hecho de la mano de un artículo que leí en el periódico de ayer, firmado por Ramón Jiménez Madrid, titulado La Peña. En él nos cuenta a qué dedica parte de su tiempo libre, de ese tiempo otoñal de la jubilación en el que muchos días luce el sol y que tanto se parece a la primavera. Hace un repaso de las peñas y tertulias que se reúnen en diversos cafés de Murcia a las que asiste, y nombra a algunos contertulios, y habla de lo que hablan. Me ha gustado mucho el artículo y me ha recordado un cuento de Unamuno que casualmente leí hace pocos días. Se titulaba precisamente El contertulio. Redondo, tras veinte años en Argentina, vuelve al lugar de su tertulia habitual en la rinconera del café de la Unión, su patria, como él la considera, su auténtica patria, aún por encima de su pueblo o de la misma España. Ya no queda ninguno de sus viejos amigos, ni Henestrosa, ni Romualdo, ni el mentiroso de Manolito. Hasta los mozos del café “o eran o se habían vuelto otros; ni les conoció ni le conocieron”. Dos días después, cabizbajo y alicaído de corazón, se acercó de nuevo a la rinconera del café de la Unión y se sentó en la tercera mesa de mármol, “junto al suelo de la que fue su patria”. Allí escuchó sorprendido cómo los que ocupaban las mesas de la vieja tertulia citaban por su nombre y hechos a algunos de sus viejos amigos. Hasta se acordaban de él. Comprobó que la tertulia había sobrevivido a los contertulios y volvió a sentir que la sangre de su patria, de su patria auténtica, corría de nuevo por sus venas.





.........Tal vez la patria no sea ésa que enarbola una bandera que luego se convierte en sudario, o aquélla que nos esquilma los bolsillos para satisfacer las veleidades del visionario de turno, o la que nos hace cómplices de muchas decisiones que no entendemos. Tal vez la patria sea algo mucho más pequeño, algo que cabe en la rinconera de un pequeño café…


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2 comentarios:

Merry dijo...

¡¡Enhorabuena!! Sincero para quienes te conocemos, muy elegante y redondo. Quedo a la espera de encontrar mi café-tertulia de Madrid.

Autor dijo...

Merry: Me da la impresión de que tu comentario es algo parcial... ¿No tendrá que ver con un estupendo lenguado con salsa de oricios y zamburiñas? En cualquier caso, muchas gracias, pues sé que es sincero.