(Artículo publicado el 4 de mayo de 2010 en el diario La Opinión de Murcia)
Hoy les contaré de nuevo una historia diferente. Me la ha enviado mi hermano Gabriel con la sana intención de que la lea y, tal vez, para que la divulgue. Ahora que la Iglesia Católica es, según vocifera la Conjura de lo Políticamente Correcto, culpable de la muerte de Manolete y de la extinción de los dinosaurios, me parece justo y necesario extender su culpabilidad también a otras cosas.
“Ocurrió durante el mes de voluntariado que pasé en Nairobi, la capital de Kenya. Cuando llegamos, nos preguntábamos todos cómo nosotros, jóvenes universitarios sin experiencia, íbamos a ayudar en aquella África polvorienta, sucia y calurosa. Tal vez arreglando tejados o pintando las paredes de un colegio, pero no sabíamos nada de construcción. Lo único que teníamos claro era nuestra intención de entregarnos totalmente a los demás, pero lo que ignorábamos en ese momento era que íbamos a recibir mucho más de lo que lograríamos dar.
Entramos en contacto real con el Tercer Mundo a través de un alojamiento para niños moribundos de las Hermanas de la Caridad en Nairobi, apenas un tugurio sin muebles, con poca luz, en el que las tristes hamacas llenas de niños enfermos que lloriqueaban contrastaban con los limpísimos trajes talares blancos y azules de las Hermanas de la Caridad , que rebosaban alegría. Yo me quedé bloqueado en medio de la habitación. Nunca había visto nada así. Mis compañeros universitarios se esparcieron por las estancias siguiendo a distintas monjas que requerían su asistencia. Una hermana me preguntó en inglés:
−¿Has venido a mirar o quieres ayudar?
Sorprendido por una pregunta tan directa y aún en estado de profunda turbación, balbuceé:
−A ayudar…
−¿Ves a ese niño de allí, ése que llora…?
Lloraba desconsoladamente, pero sin fuerza.
−Sí, ése de ahí −le dije señalándolo.
−Bien tómalo con cuidado y tráelo. Lo bautizamos ayer.
Le noté una fiebre altísima. El niño tendría un par de años.
−Ahora acúnalo en tus brazos y dale todo el amor que puedas.
−No entiendo… −me excusé.
−Digo que le des todo el cariño de que seas capaz, a tu manera…
Y me dejó con el niño. Le canté, lo besé, lo arrullé, dejó de llorar, me sonrió y se durmió. Al cabo de un rato, corrí en busca de la hermana.
−Hermana, no respira.
La monja certificó su muerte.
−Ha muerto en tus brazos. Y tú, con tu cariño, le has adelantado el amor que Dios le va a dar durante toda la eternidad”.
“Voy a pasar por la vida una sola vez. Por eso, cualquier cosa buena que pueda hacer, o una amabilidad que pueda hacerle a un ser humano, debo hacerla ahora, porque no pasaré de nuevo por aquí”.
(Madre Teresa de Calcuta).
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