Artículo publicado el 12 de mayo de 2009 en el diario La Opinión de Murcia
VERSIÓN CLÁSICA: Érase una vez un príncipe que quería casarse con una princesa, pero tenía que ser con una princesa de verdad. Recorrió el mundo entero, y aunque en todas partes encontró princesas, siempre acababa descubriendo en ellas algo que no acababa de gustarle. De ninguna se hubiera podido asegurar con certeza que fuera una verdadera princesa; siempre aparecía algún detalle que no era como es debido. El príncipe regresó, pues, a su país, desconsolado por no haber podido encontrar una princesa verdadera.
Una noche se desencadenó una terrible tempestad negra y aullante, y alguien llamó a la puerta de palacio. Era una princesa quien aguardaba ante la puerta pero, ¡Dios mío!, ¡Qué aspecto ofrecía con la lluvia y el mal tiempo! El agua chorreaba por sus cabellos y caía sobre sus ropas, le entraba por la punta de los zapatos y le salía por los talones y, sin embargo, pretendía ser una princesa verdadera. "Bien, ya lo veremos", pensó la vieja reina, y sin decir palabra se dirigió a la alcoba, apartó toda la ropa de la cama y colocó un guisante en su fondo; puso después veinte colchones sobre él y añadió todavía otros veinte edredones de plumas de ánade. Allí dormiría aquella noche la presunta princesa.
A la mañana siguiente, le preguntaron qué tal había descansado.
―¡Oh, terriblemente mal! ―respondió la princesa―. Casi no he pegado ojo en toda la noche. ¡Dios sabe qué habría en esa cama! He dormido sobre algo tan duro que tengo el cuerpo lleno de cardenales. ¡Ha sido horrible!
Así se pudo comprobar que se trataba de una princesa de verdad, porque, a pesar de los veinte colchones y los veinte edredones de pluma, había sentido la molestia de un guisante. Sólo una verdadera princesa podía tener la piel tan delicada. El príncipe, sabiendo ya que se trataba de una princesa de verdad, la tomó por esposa y el guisante fue trasladado al Museo del Palacio, donde todavía puede contemplarse, a no ser que alguien se lo haya llevado.
VERSIÓN ADAPTADA: Érase una vez un Rey un tanto revolucionario, pues había sido zapatero antes que fraile. Era también un Rey aquejado de esa extraña forma de ateismo que supone dejar de creer en la existencia de Dios para creer a ciegas en el socialismo y en las ministras de cuota. Y, no contento con ser ateo él mismo, quería que lo fuera todo su reino. Para conseguirlo decidió nombrar Ministra de Asuntos Religiosos a la mujer más anticlerical de su reino y salió en su busca. Recorrió montes y valles, villas y aldeas, condados y ducados, y aunque en todas partes encontraba mujeres de algún mérito, siempre acababa descubriendo en ellas algo que no acababa de gustarle. La que no estaba casada por la Iglesia, andaba empeñada en preparar la Primera Comunión de su hija o el bautizo de su primogénito, o era Camarera de la Virgen local o aspiraba a serlo. Cansado de tanta búsqueda infructuosa, el Rey regresó a su palacio y, para entretenerse, se dedicó a poner en práctica las políticas socialistas más peregrinas. Más llegó un tiempo en que, como era de esperar, se desató en el reino una negra crisis económica que lo sumió en la penuria y en la desesperanza. Y en esto, alguien llamó a la puerta del palacio.
―No busquéis más, soy la persona que necesitáis ―dijo la mujer que había llamado a la puerta. El Rey, intrigado, decidió que no perdía nada por someterla a examen.
―¿Qué haríais vos para remediar la crisis que nos afecta? ―le preguntó.
―Muy sencillo ―respondió la mujer―. En primer lugar, consentiría en que me nombrárais Ministra del Reino. En segundo lugar, repartiría el poco dinero que queda en vuestras arcas entre los saltimbanquis y titiriteros del reino. Así, la algazara y el jolgorio apagarían los tristes ecos de la crisis. Y en tercer lugar, echaría la culpa de todo lo que pasa a la derecha y a los monjes, lo que nos permitiría subirles los impuestos y expropiar sus tierras y conventos.
El Rey, viéndole hechuras de mando, decidió no obstante ponerla a prueba.
―Esta noche ―le dijo― dormiréis en la cocina con la servidumbre pero, antes, cenad.
El Rey ordenó a los más de cien sirvientes que organizaran un botellón colosal que durara toda la noche y mandó que la velada fuera amenizada por el famoso grupo de goliardos llamado Los Mojinos Escocíos. Al tiempo, ordenó que, junto con los sirvientes, se alojara en las cocinas a un monje trapense del convento cercano, atado de pies y manos y debidamente amordazado. A la mañana siguiente, el Rey preguntó a la mujer qué tal había dormido.
―Fatal, Majestad ―respondió―. No he podido pegar ojo, pues había un fraile que no paraba con sus rezos y latines. He estado tentada de mandar que le cortaran la cabeza.
El Rey quedó muy contento con el resultado de la prueba y, habiendo hallado a la más anticlerical de sus súbditas, la nombró inmediatamente Ministra del Reino. El monje trapense fue trasladado al Museo del Palacio, donde todavía puede contemplarse, a no ser que alguien se lo haya llevado.
Una noche se desencadenó una terrible tempestad negra y aullante, y alguien llamó a la puerta de palacio. Era una princesa quien aguardaba ante la puerta pero, ¡Dios mío!, ¡Qué aspecto ofrecía con la lluvia y el mal tiempo! El agua chorreaba por sus cabellos y caía sobre sus ropas, le entraba por la punta de los zapatos y le salía por los talones y, sin embargo, pretendía ser una princesa verdadera. "Bien, ya lo veremos", pensó la vieja reina, y sin decir palabra se dirigió a la alcoba, apartó toda la ropa de la cama y colocó un guisante en su fondo; puso después veinte colchones sobre él y añadió todavía otros veinte edredones de plumas de ánade. Allí dormiría aquella noche la presunta princesa.
A la mañana siguiente, le preguntaron qué tal había descansado.
―¡Oh, terriblemente mal! ―respondió la princesa―. Casi no he pegado ojo en toda la noche. ¡Dios sabe qué habría en esa cama! He dormido sobre algo tan duro que tengo el cuerpo lleno de cardenales. ¡Ha sido horrible!
Así se pudo comprobar que se trataba de una princesa de verdad, porque, a pesar de los veinte colchones y los veinte edredones de pluma, había sentido la molestia de un guisante. Sólo una verdadera princesa podía tener la piel tan delicada. El príncipe, sabiendo ya que se trataba de una princesa de verdad, la tomó por esposa y el guisante fue trasladado al Museo del Palacio, donde todavía puede contemplarse, a no ser que alguien se lo haya llevado.
VERSIÓN ADAPTADA: Érase una vez un Rey un tanto revolucionario, pues había sido zapatero antes que fraile. Era también un Rey aquejado de esa extraña forma de ateismo que supone dejar de creer en la existencia de Dios para creer a ciegas en el socialismo y en las ministras de cuota. Y, no contento con ser ateo él mismo, quería que lo fuera todo su reino. Para conseguirlo decidió nombrar Ministra de Asuntos Religiosos a la mujer más anticlerical de su reino y salió en su busca. Recorrió montes y valles, villas y aldeas, condados y ducados, y aunque en todas partes encontraba mujeres de algún mérito, siempre acababa descubriendo en ellas algo que no acababa de gustarle. La que no estaba casada por la Iglesia, andaba empeñada en preparar la Primera Comunión de su hija o el bautizo de su primogénito, o era Camarera de la Virgen local o aspiraba a serlo. Cansado de tanta búsqueda infructuosa, el Rey regresó a su palacio y, para entretenerse, se dedicó a poner en práctica las políticas socialistas más peregrinas. Más llegó un tiempo en que, como era de esperar, se desató en el reino una negra crisis económica que lo sumió en la penuria y en la desesperanza. Y en esto, alguien llamó a la puerta del palacio.
―No busquéis más, soy la persona que necesitáis ―dijo la mujer que había llamado a la puerta. El Rey, intrigado, decidió que no perdía nada por someterla a examen.
―¿Qué haríais vos para remediar la crisis que nos afecta? ―le preguntó.
―Muy sencillo ―respondió la mujer―. En primer lugar, consentiría en que me nombrárais Ministra del Reino. En segundo lugar, repartiría el poco dinero que queda en vuestras arcas entre los saltimbanquis y titiriteros del reino. Así, la algazara y el jolgorio apagarían los tristes ecos de la crisis. Y en tercer lugar, echaría la culpa de todo lo que pasa a la derecha y a los monjes, lo que nos permitiría subirles los impuestos y expropiar sus tierras y conventos.
El Rey, viéndole hechuras de mando, decidió no obstante ponerla a prueba.
―Esta noche ―le dijo― dormiréis en la cocina con la servidumbre pero, antes, cenad.
El Rey ordenó a los más de cien sirvientes que organizaran un botellón colosal que durara toda la noche y mandó que la velada fuera amenizada por el famoso grupo de goliardos llamado Los Mojinos Escocíos. Al tiempo, ordenó que, junto con los sirvientes, se alojara en las cocinas a un monje trapense del convento cercano, atado de pies y manos y debidamente amordazado. A la mañana siguiente, el Rey preguntó a la mujer qué tal había dormido.
―Fatal, Majestad ―respondió―. No he podido pegar ojo, pues había un fraile que no paraba con sus rezos y latines. He estado tentada de mandar que le cortaran la cabeza.
El Rey quedó muy contento con el resultado de la prueba y, habiendo hallado a la más anticlerical de sus súbditas, la nombró inmediatamente Ministra del Reino. El monje trapense fue trasladado al Museo del Palacio, donde todavía puede contemplarse, a no ser que alguien se lo haya llevado.
1 comentario:
¡Qué gracioso eres, Mejillón
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