lunes, 4 de enero de 2016

La Conjura de los Necios continúa

(Artículo publicado el 5 de enero de 2016 en el diario La Opinión de Murcia)

Pues sí. En los momentos difíciles de la vida, en que te ronda el fantasma del decaimiento y la depresión, lo mejor es abrir un libro de humor y comenzar a leer despacito hasta que notes que los músculos de la sonrisa se ponen en movimiento. Por fortuna, en mi biblioteca, que se extiende como una mancha de aceite por las paredes de mi casa, por encima de los muebles y por debajo de las camas, albergo muchos de ellos, clásicos, recientes y menos recientes. Entre estos últimos destaca La Conjura de los Necios (A Confederacy of Dunces), de John Kennedy Toole, del que guardo varios ejemplares, todos ellos abundantemente subrayados y anotados, excepto uno. Se trata de una primera edición publicada en 1980 por la Louisiana State University poco antes de que fuera galardonada con el Premio Pulitzer en 1981, que mi hija María me trajo de Estados Unidos. Con Ignatius Reilly, su gordo, entrañable y estrafalario protagonista, he compartido algunos de los momentos más divertidos de mi vida, créanme, hasta el punto que durante años fue en muchos de mis artículos la excusa para decir algo disparatado: Ignatius hablaba mientras yo callaba.

Les confieso, no obstante, que muchos de los disparates y disloques que escribí no eran del todo míos, pues existe en verdad un Ignatius Reilly de carne y hueso que suele ser mi fuente de inspiración y cuyo nombre omitiré por recato y para no faltar a las ignacianas reglas de la Decencia y el Buen Gusto. Ayer por la mañana, sin ir más lejos, al leer una noticia relativa a que una buena señora, perteneciente sin duda a alguna organización políticamente correcta, instaba a las Administraciones a habilitar más carriles-bici para poder montar en bicicleta, Ignatius redivivo levantó la vista del periódico y, enarcando las cejas, formuló la pregunta que sólo a él podía ocurrírsele: ¿Con sillín o sin sillín?

Junto a Toole, descansan el sueño de los justos muchos otros autores, que han hecho de la risa una bendición para sus lectores. Sin que ello suponga un desdoro para los demás, siento una especial debilidad por los autores británicos, desde P.G. Wodehouse a Tom Sharpe, para quienes la tópica flema británica suele ser una protagonista muy singular. Sobre esto escribía yo hace unos años una historieta que no me resisto a reproducir: 

“Sin duda, muchos de ustedes conocerán aquella vieja historia sobre la flema británica –si no la escribió P.G. Wodehouse, bien pudo hacerlo-, que transcurre en una de esas magníficas residencias campestres situadas a orillas del río Támesis, que podría ser conocida como Blandings en recuerdo de Wodehouse. Un estirado mayordomo ―al que llamaremos Beach también en recuerdo del humorista inglés―, entró en la biblioteca de la casa donde su señor ―que a esta alturas y por la misma razón no podría ser otro que el mismísimo lord Emsworth, noveno conde de Emsworth― trataba de ejecutar sentado en su sillón preferido la complicada maniobra de desplegar el Times para leerlo sin cortar las hojas. Con la voz levemente engolada, Beach avisó al conde que se esperaba el desbordamiento inminente del río Támesis. El conde, sin levantar la vista del periódico, se limitó a despedir al mayordomo con un escueto “Gracias, Beach”. A los pocos minutos, el impertérrito mayordomo volvió a entrar en la biblioteca e informó al conde de que el Támesis se había desbordado finalmente. Lord Emsworth, sin mover un solo cabello, le respondió de nuevo con otro “Gracias, Beach”. Al poco, se abrió la puerta de la biblioteca por tercera vez y Beach, apartándose a un lado y con el agua por los tobillos, anunció imperturbable: “Milord, el Támesis”.

Aunque equivocadamente atribuido a Aristóteles, más bien procede de los comentarios de Murmelio a la obra de Boecio, el proverbio latino “Omne animal post coitum triste” no puede ser más cierto. Tras las estruendosas fiestas del solsticio de invierno, para mi decepción en eso se han convertido finalmente las Navidades, llega la calma y con ella la tristeza post-coitum. Para combatirla, nada mejor que una dosis de humor del bueno.

Háganme caso y cojan un libro. Aunque sea de humor.
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