lunes, 23 de noviembre de 2015

La frontera en silencio

(Artículo publicado el 24 de noviembre de 2015 en La Opinión de Murcia)


Escribía hace unos días al hilo de los atentados de París que, frente a las ofensas criminales del yihadismo, el hombre, considerado en su dimensión individual, tiene la posibilidad y, aún, el deber de perdonar, pero que la Humanidad carece de ese derecho. No podemos ofrecer la otra mejilla de nuestro hermano, sino la nuestra propia. Pocos días después conocí a un franciscano, Fr. Santiago Agrelo, arzobispo de Tánger, con quien tuve una larga y amable conversación y a quien, esa tarde, en el acto inaugural de la Comisión Diocesana de Justicia y Paz a la que pertenezco, escuché una conferencia sobre las Fronteras y la Fe que, les confieso, me conmocionó profundamente. Sobre el perdón me dijo que, además del personal, el que uno puede ofrecer a quien le ofende, existe otro tipo de perdón: el que Jesús crucificado pidió a su Padre para aquellos que lo mataban, para aquellos que no le habían pedido perdón, para aquellos que no lo oían. Jesús no perdonó, no podía, no se lo habrían aceptado, sino que pidió a Aquél que todo lo puede que perdonara: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.

Monseñor Agrelo nos hizo pensar. Su conferencia sobre las fronteras nos reveló la realidad que se oculta detrás de ellas: “Las fronteras que nos protegen, matan”. Eso que nosotros vemos como un elemento de protección de nuestro suelo soberano, de nuestro modo de vida, de nuestros privilegios y comodidades, es una barrera que mata, que humilla y que hiere a quienes vienen huyendo de la guerra, del hambre y de la pobreza. Los llamamos impersonalmente “ilegales” o “irregulares” para desproveerlos de su condición de hombres, mujeres y niños, de su dignidad humana. Decimos que nos traen enfermedades que ya no tenemos, que entre ellos hay delincuentes y terroristas, que desestabilizan el mercado de trabajo, que perjudican nuestro delicado equilibrio económico, que asaltan nuestro suelo, cuando solo vienen en busca de un trozo de pan. “Yo he bautizado a niños que hoy descansan de su sufrimiento en el fondo del Estrecho de Gibraltar”, dijo en medio del silencio.

En su libro “Emigrante: el color de la esperanza” escribe lo siguiente:

“Hablamos de emigrantes, de hombres mujeres y niños erradicados de su tierra, echados de sus hogares, apartados de su cultura, desplazados de su mundo, señalados como una amenaza. Participios y más participios de exclusión, verbos de sufrimiento para los excluidos y de crueldad para quienes los excluyen: participios pasivos de verbos cuyo sujeto agente no es Dios, sino los endiosados (…) Quienes inventamos alambradas con cuchillas para cárceles y campos de concentración hemos trasladado esas alambradas a nuestras fronteras. Las queremos impermeables para los problemas, para las enfermedades, para el miedo y pretendemos que lo sean para los pobres, para los emigrantes. Las queremos cerradas alrededor de nuestros privilegios, y las dotamos de vallas, de fosos, de detectores de movimiento, de calor, de vida, para que no nos inquiete el clamor de los que viven con casi nada.”

Acerca de las fronteras, el escritor triestino y, por ello, fronterizo, Claudio Magris escribía en Utopía y Desencanto: “Las líneas de frontera son también líneas que atraviesan y cortan un cuerpo, lo marcan como cicatrices o como arrugas, separan a alguien no sólo de su vecino sino también de sí mismo.”

Monseñor Agrelo vive cada día entre ellos, sufre con ellos y espera con ellos. Ve la frontera desde el otro lado, ése que nosotros nunca vemos, y alza su voz de denuncia, clara y rotunda, en medio del silencio: “Europa paga a Marruecos para que Marruecos funcione como frontera exterior del continente rico, le paga para que le haga trabajo de policía de frontera. Y Marruecos tiene que justificar eficacia en la tarea que le han encomendado. La práctica es: redada, aislamiento, deportación. Europa conoce la práctica y finge que no ve. Sabe que se violan derechos fundamentales, y paga. Supongo que no paga para que se violen derechos fundamentales, pero paga sabiendo que se violan. Con lo cual, a la frialdad inicua de las leyes de extranjería y de las barreras fronterizas, Europa añade el sarcasmo de la hipocresía.” De ellos, de las víctimas que acuden a su iglesia en busca de consuelo, afirma en otro pasaje de su libro que “hoy están detenidos. Aislados. Sin comida. Angustiados. Hombre, mujeres y niños, gente peligrosa que asalta el cielo con oraciones y pone en peligro los sueños de Europa. Mañana los habrán deportado. No volverán a sus casas. Serán entregados al desierto, chivos expiatorios de nuestra salud económica, animales que abandonamos porque nos molesta su presencia.”

Nos contó que, frente al sufrimiento de los desposeídos, no tiene soluciones sino únicamente un mandato: que nos amemos los unos a los otros. Y precisamente en ese mandato es donde anida la solución: “Ninguno de nosotros puede reducir a cero el número de pobres de la faz de la tierra, aunque todos tenemos la capacidad de hacerlo decrecer. Entonces lo importante empieza a ser, no el horizonte inalcanzable, no el sueño imposible y frustrante, sino el hermano que tienes a tu lado, a tu alcance, al alcance de tu tiempo, de tu pensamiento, de tus afectos, de tu libertad.”

Una última cita del libro de Monseñor Agrelo: “Ese mundo nuevo no pasa por los proyectos de los grandes de la tierra, sino por el corazón de los pequeños. El futuro es cuestión de amor y pobres. De la mano de los pobres, sólo así caminaremos hacia el mundo de Jesús de Nazaret.”

Exactamente lo que ha dicho Francisco.
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