martes, 4 de junio de 2013

Ignatius en bicicleta



(Artículo publicado el 4 de junio de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)



Si no puedes con tu enemigo, únete a él. Algo así ha debido pensar Ignatius, ya saben, mi inabarcable asesor en materia de movilidad ciudadana, en relación con la renovada moda de ir en bicicleta. El uso de la bicicleta que, junto con el motocarro, fue durante mucho tiempo un símbolo de la España subdesarrollada de la posguerra, con los Planes de Desarrollo de los años sesenta se redujo paulatinamente a las carreras ciclistas y a los veranos azules, de manera que las calles y carreteras quedaron reservadas casi en exclusiva a coches y motocicletas. La crisis económica, unida a una peculiar forma, muy española por cierto, de entender Europa, ha devuelto actualidad a la bicicleta como medio de transporte económico, sano y que no contamina, lo que es bien cierto y muy provechoso para la población si no fuera porque, como siempre, nos hemos traído de Europa sólo lo que nos interesa. Hoy las bicicletas están a punto de convertirse en una plaga urbana del mismo modo en que, si bien un solo ratón responde al simpático nombre de Pérez y nos trae monedas a cambio de dientes, un millón de ratones fueron suficientes ratones para que el pueblo de Hamelín buscara un flautista que lo librara de ellos.
A lo largo de los últimos meses, Ignatius ha mantenido un fiero duelo personal con los ciclistas urbanos que pueblan las vías peatonales de la ciudad.
―Cómo es posible, decía Ignatius hasta hace muy poco, que las calles céntricas de la ciudad como la Trapería, que fueron peatonalizadas para que los viandantes pudiéramos deambular por ellas con cómoda seguridad, se hayan convertido en velódromos en los que cada día resulta más difícil esquivar las bicicletas, que se entretienen sorteando peatones a toda velocidad, en lo que constituye un salvaje atentado contra las reglas del Buen Gusto y la Prosodia que, ni en sueños, hubiera imaginado la Santa Monja Rosvita, aquella mujer cuya preclara visión iluminó las sombras del Medioevo.
La cosa había llegado a tal extremo que hube de prohibir a Ignatius salir a la calle pertrechado con su armadura plateada de Sir Galahad, la espada en una mano y la trompeta en otra, la una para defenderse de las bicicletas a mandoble limpio, decía, la otra para avisar a la población de la amenazante presencia de bicicletas en el horizonte de Santo Domingo. Aunque, todo hay que decirlo, la prohibición no fue realmente sino un ejercicio oportunista de autoridad, pues no hacía falta prohibición alguna ya que con el peso de la armadura completamente oxidada apenas podía dar un paso.
Pero como les decía al principio, hace tan sólo unos días que Ignatius cambió de opinión y decidió convertirse en ciclista él mismo. Como en la conversión pauliana, la fe de Ignatius en las bondades de la bicicleta ha superado con mucho sus fobias anteriores. Según mi orondísimo e iluminado asesor, la bicicleta es el vehículo del futuro. Afirma que no contamina porque no gasta combustibles fósiles sino orgánicos, lo cual me atemoriza mucho porque me imagino cuál ha de ser el tubo de escape de semejante engendro montado en bicicleta. Afirma también que, gracias al noble ejercicio del pedaleo, su corazón se fortalecerá y hasta es posible que no se le vuelva a cerrar la válvula pilórica, lo que desde luego no se puede decir del corazón de los peatones que tengan la sobresaltada desdicha de cruzarse con Ignatius. Lleno de fervor ciclista ha rescatado del desván su vieja bicicleta, la ha aseado un poco, ha cambiado las cámaras y los neumáticos y la ha engrasado un mucho, todo ello sobre la alfombra que hay en medio del salón, que ahora es de otro color. Luego ha reparado el timbre antediluviano que aún llevaba instalado en el manillar. No es un timbre cualquiera, no. Para que se hagan una idea, cuando Ignatius tocó por primera vez el dichoso timbre, el atronador ding-dong hizo que todos los vecinos del edificio salieron a abrir las puertas de sus casas y que todos los perros del barrio aullaran lastimeramente. Finalmente, se ha subido a la bicicleta y ha intentado pedalear unos metros en el pasillo de casa, con el letal resultado de un gato muerto, dos jarrones hechos añicos y su albornoz de rayas verdes y blancas desgarrado al engancharse con el picaporte de una puerta.
Mañana ha prometido hacer su primera incursión por las calles peatonales de la ciudad. Yo, por si acaso, no me levantaré de la cama. Ustedes verán lo que hacen.
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