miércoles, 14 de septiembre de 2011

Ignatius versus Alfredo

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(Artículo publicado el 13 de septiembre de 2011 en el diario La Opinión de Murcia)







Mi médico de cabecera me ha hecho dos recomendaciones saludables. Una, que embalsame a Rubalcaba, literariamente hablando, se entiende, y lo guarde hasta nueva orden en la parte de abajo del frigorífico. Otra que desempolve a Ignatius y lo siente de nuevo en su sillón orejero, con licencia para enderezar la crisis económica y demás entuertos que nos acongojan. Afirma el galeno que los fantasmas desaparecen si eres capaz de reírte de ellos. No sé si voy a poder cumplir a rajatabla sus indicaciones, que es como se deberían cumplir todas las admoniciones médicas, porque no hay día en que el candidato socialista deje de obsequiarme con algún rubalcabazo capaz de anular el resto de mis inspiraciones literarias.




Créanme si les digo que lo he intentado. Hoy por ejemplo, he procurado con todas mis fuerzas no escribir de las cosas de Rubalcaba y, entonces, cuando ya casi lo había logrado y llevaba escritas siete líneas de un precioso artículo sobre la presencia de Ignatius en la Romería de la Virgen, portado a hombros por un grupo de romeros de color, o sea de afrohispanos, diría yo, al que han confundido con la representación carnal del salzillesco paso de la Última Cena, entonces, digo, ha aparecido Rubalcaba con su impuesto solo para ricos. Y ha vuelto a asomar con su propuesta de un sueldo para los estudiantes cuando, retomando el hilo de mi artículo a base de fuerza de voluntad y autodisciplina, estaba a punto de describir el estrambótico periplo serrano en el que Ignatius y su trompeta asumían un papel estelar. Y lo mismo ha ocurrido cuando pretendía llevar al papel, negro sobre blanco, el martirio al que se habían visto sometidos los socorristas de los servicios sanitarios de la romería a manos de un Ignatius que había devorado previamente varias tortillas de patatas, un cubo de ensalada murciana, una docena y media de pasteles de carne y dos fiambreras de conejo frito con tomate y a quien, lógicamente, se le había cerrado la válvula pilórica, aunque Ignatius lo achacaba a que la organización de la Romería, acertadamente pienso yo, le había impedido interpretar con su trompeta el Himno a la Virgen de la Fuensanta. Y, por supuesto, reapareció Rubalcaba con su sonrisa inocente cuando había encarado la recta final del artículo, en la que a Ignatius se le abrían simultáneamente todas las válvulas de su cuerpo antes de poder introducir su oronda humanidad en una de esas letrinas del tamaño de una caja de zapatos. Cuando todos estos acontecimientos estaban a punto de ver la luz en la pantalla de mi ordenador, entonces apareció Rubalcaba al volante de su utilitario rojo de segunda mano (sólo le falta un ligero tuneado, un pequeño alerón aerodinámico o unos tapacubos de hojalata simulando llantas de aluminio, para compartir un lugar en la historia junto al Meyba de Fraga, el peinado de Iñaqui Anasagasti, el jersey de cremallera de Marcelino Camacho, el peluquín de Santiago Carrillo y las cejas picudas de Zapatero) y se lanzó a la piscina medio vacía de la demagogia. Ahí feneció mi inspiración ignaciana.




Pero no he de cejar en mi empeño. Por mi salud y por la de ustedes, y también porque Ignatius me ha proporcionado lo que puede ser sin duda el principio de una buena amistad con un puñado de artículos nuevos. Verán. Ignatius ha decidido crear una fundación que aún no ha bautizado pero de la que sí tiene clara su finalidad. La Fundación habrá de acometer ciertas tareas ciudadanas pendientes de realizar, lo que según Ignatius atenta contra el Buen Gusto y la Prosodia, sin acobardarse porque dichas tarea puedan ser tachadas de irreverentes por la Conjura de lo Políticamente Correcto. Por ejemplo, Ignatius quiere impulsar una iniciativa ciudadana que consiga el hermanamiento entre la Sardina del río Segura, pendiente, por cierto, de bautizar, y Nessie, el monstruo del lago Ness. Quiere que el pedestal sin cabeza (desde que la robaron) que adorna uno de nuestros jardines se convierta en el Monumento al Homenajeado Desconocido, al que todos los años, en fecha señalada, se le recuerde en una sentida ceremonia poblada de bellos discursos. Quiere que el solar que antes ocupaba el edificio de La Oca en la calle Trapería sea convertido en un jardín memorial, el Jardín de las Victimas de la Crisis Bancaria. Quiere que todas las fiestas y tradiciones que aún quedan vírgenes y toda manifestación popular que se precie, incluidas las de los Indignados, se sardinifiquen definitivamente, esto es, que se conviertan en una especie de edición reducida de La Madre De Todas las Fiestas Murcianas, el Entierro de la Sardina, con sus charangas y sus desfiles callejeros repartiendo todo tipo de objetos y pegatetinas, digo pegatinas, como ha ocurrido ya con los Moros y Cristianos, con la Cabalgata de los Reyes Magos y con la mayoría de las Procesiones de Semana Santa.




Como decía un poeta amigo mío, al que por cierto hace tiempo que no veo, Ignatius nos promete luctuosas efemérides. A Dios gracias.

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