Ignatius Reilly, protagonista de La Conjura de los Necios, de John Kennedy Toole (Artículo publicado en La Opinión de Murcia, el 26 de abril de de 2016) |
Ignatius ha vuelto. Tras un
largo paréntesis debido a su marcha a Nueva Orleans, acuciado por la perentoria
necesidad de martirizar a su madre con sus ocurrencias disparatadas antes de
que el buen Dios la libere de este mundo pecador, y habiendo aprovechado además
el tiempo para obsequiar a sus vecinos con tempraneros ensayos de trompeta que
le han granjeado cientos de enfurecidos admiradores, Ignatius Reilly ha
regresado a mi casa con un cargamento de cuadernos Gran Jefe en los que ha ido
recogiendo las ideas más peregrinas y los planes más descabellados, que son
todas y todos, y que se le han ido ocurriendo a orillas del Mississippi, ese
río en el que caben un millón o dos de ríos Seguras. Una de esas ideas es
justamente transformar el Mississippi en un afluente del Segura con el fin de
resolver de una vez por todas nuestra sempiterna falta de agua. El secreto de
cómo pretende hacer esa barbaridad es uno de los arcanos que contienen sus
cuadernos Gran Jefe, celosamente guardados entre los numerosos pliegues de su
gabardina y en los abismales bolsillos de sus gigantescos pantalones, donde
comparten habitación con cientos de pequeños objetos que sobrenadan en esas
bolsas de aire rancio que, en opinión de Ignatius, hacen la vida más
confortable.
Ignatius ha engordado un poco
más, hazaña que parecía casi imposible, y cuenta que ello fue debido al fracaso
de una iniciativa empresarial que puso en marcha en Nueva Orleans, la
franquicia alimentaria Greasy Food,
cuyo primer establecimiento se encargó de dirigir el propio Ignatius. Gran
enamorado de nuestros pasteles de carne, quiso convertirlos en la comida
nacional de Estados Unidos, desbancando pizzas, hamburguesas y hot dogs, si bien añadiéndole un toque
cajún. A la receta tradicional del pastel de carne añadió doble ración de
manteca de cerdo, mantequilla de maní para darle cierta textura gominosa, carne
de zarigüeya macerada en julepe de menta, y una mezcolanza infame de jambalaya, gumbo y andouille, todo
ello salpimentado generosamente con toneladas de pimienta de cayena. Una ramita
de apio crudo que coronaba el hojaldre, aportaba a la obra culinaria un cierto
aire de inocencia vegetariana. Finalmente, bautizó el emplasto con el
sospechoso nombre de Zarigüeya Pie y,
hecho esto, se lanzó a la producción masiva del engendro. Los resultados no se hicieron de esperar.
Tras las primeras intoxicaciones y el cierre del establecimiento decretado por
las autoridades sanitarias, Ignatius decidió comerse los casi diez mil pasteles
de zarigüeya que había producido con el fin de eliminar drástica y
definitivamente las pruebas del delito, si es que el pastel de zarigüeya fuera
delito y no lo sea aún más grave el tratar de elaborar un pastel de carne light.
Cargado, pues, de energía
positiva, y pletórico de deseos de vengar el atentado contra el Buen Gusto, la
Prosodia y la Decencia que, según él, constituye la incomprensible actitud de
las autoridades sanitarias norteamericanas hacia el Zarigüeya Pie, Ignatius ha vuelto al que considera el único país
serio en la faz de la tierra: España. Y fiel a su condición de inalienable
asesor mío en asuntos trascendentes, me ha obsequiado nada más llegar a casa
con un concierto de trompeta que ha hecho las delicias de mis vecinos, y con un
consejo que hará las de ustedes, mis fieles y pacientes lectores.
-España –exclamó Ignatius- es un
país del que os podéis sentir muy orgullosos. Siempre a la vanguardia creativa,
ha dado el primer ejemplo al mundo de lo que puede ser la solución universal al
envejecimiento de las democracias: la sardinificación institucional.
-¿Sardinificación, Ignatius? –le
pregunté.
-Sí, sardinificación he dicho.
Habrás observado, querido y dubitativo amigo, que la enorme y revolucionaria
potencia de vuestro Entierro de la Sardina ha ido contagiando a todas las
celebraciones populares que se suceden día tras día en la bendita Región de
Murcia y aún fuera de ella. La Cabalgata de los Reyes Magos se ha convertido en
un Entierro de la Sardina epifánico, pero no solo en Murcia, que era de
esperar, sino que ese efecto sardinificador ha alcanzado este año a las
cabalgatas de Madrid y Valencia. Otro tanto va a ocurrir, si es que no ocurre
ya, con la Semana Santa, con la Feria de Abril, con el Rocío y con las muchas
romerías que pueblan el suelo patrio. Llegará el día en que la Oktober Fest se celebre al son de
charangas, batucadas y ritmos exóticos. Desde sus carrozas debidamente
engalanadas, los festeros bávaros arrojarán al público enfervorecido cientos,
qué digo cientos, miles de toneladas de salchichas, ríos de mostaza y fuentes
inagotables de cerveza…
-Bueno –le interrumpí-, pero
¿qué tiene que ver todo eso con la sardinificación institucional de que hablas?
-Pues que el Congreso de los
Diputados –me contestó- ha conseguido ni más ni menos que sardinificar al
propio Quijote, la obra magna de Cervantes
y cumbre de la literatura universal desde que la santa Monja Rosvita nos legara
sus sabias reflexiones, y lo ha hecho con la inigualable celebración del cuarto
centenario de la muerte del Manco de Lepanto. La representación escenificada en
el Congreso ha sido un esfuerzo sin parangón e impensable para los británicos,
que jamás serán capaces de hacer algo así con el otro genio de las letras
fallecido el mismo día y año que Cervantes, William Shakespeare, quienes, además, tuvieron el acierto de hacerlo
precisamente en el Día Universal del Libro.
-Pero todo es mejorable y para
eso estoy yo –prosiguió Ignatius, desbocado-. Y es que, para hacer estas cosas
bien, nada mejor que los auténticos profesionales de la sardinada. Quiero
proponer y propongo que, habida cuenta de su inoperancia para que se constituya
finalmente un gobierno en España, los actuales diputados sean sustituidos para
siempre por sardineros murcianos, ataviados con sus ricos ropajes de raso,
pertrechados de pitos y pelotas, arropados por las mágicas charangas,
incendiando la vieja democracia con el fuego purificador de sus hachones e
iluminando el camino de España con la luz cegadora de las bengalas. Qué gloria para el vetusto edificio de la
carrera de San Jerónimo, qué placer escuchar “Paquito el chocolatero” en vez de
los sosos discursos que entristecen el Diario de Sesiones, qué envidia para
el mundo…
Fue entonces cuando corrí al
ordenador a sacarle un billete de vuelta para Nueva Orleans antes de que fuera
demasiado tarde.
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