martes, 26 de octubre de 2010

Un milagro

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(Artículo publicado el 26 de octubre de 2010 en el diario La Opinión de Murcia)


En estos tiempos de crisis económica que nos ha tocado vivir resulta una proeza extraordinaria que una industria o una empresa no tenga que echar el cerrojo. Pero lo que adquiere tintes de portento mágico es que se abra un nuevo establecimiento. Y si ese establecimiento es una librería, el suceso alcanza la categoría de milagro con pintas de imprudencia temeraria. Y, ciertamente, debió ser un milagro porque se trataba, además, de una librería católica, la Librería San Pablo. Ocurrió en Murcia el pasado miércoles por la noche en un lugar nada casual, la Plaza de los Apóstoles, junto a la Catedral.



Y es que no son sólo tiempos de crisis económica, de quebranto material, sino que lo son también de quiebra moral, de aguda crisis de valores. Occidente, ocupado en el progreso económico, en blindarse contra las hambrunas, en construir primero y consolidar después lo que hemos convenido en llamar el Estado de Bienestar, todo ello bajo los auspicios del sentido de lo colectivo, se ha olvidado de los valores morales que nacen y anidan en el individuo, en cada uno de nosotros. La crisis de valores no es una crisis social o colectiva, aunque sus efectos se perciban en el conjunto de la sociedad, sino una crisis individual. Es por ello que no existen soluciones colectivas a la crisis de valores, sino tan sólo soluciones individuales. Y eso es justamente lo que proporcionó el cristianismo al mundo, a cada hombre y a cada mujer, un elenco de valores individuales que habrían de iluminar su camino. Decía Goethe, cuyas palabras quedaron olvidadas a la hora de construir Europa, que “la lengua materna de Europa es el cristianismo”. Estamos, pues, ante una crisis de los valores cristianos.




La diferencia entre los valores cristianos y los que no lo son, aún siendo valores y de parecido enunciado, puede explicarse de muchas maneras. A mí se me ocurre una en palabras de otro. Mi admirado Chesterton, al que sigo acudiendo en busca de una palabra inteligente, reflexionaba en Ortodoxia sobre la diferencia que existe entre un mártir cristiano y un suicida, e incluso un héroe, y escribía que el Cristianismo “ha marcado los límites del enigma sobre las tumbas lamentables del suicida y del héroe, notando la distancia que media entre los que mueren por la vida y los que mueren por la muerte. Y desde entonces ha izado sobre las lanzas de Europa, a guisa de bandera, el misterio de la caballería: el valor cristiano, que consiste en desdeñar la muerte; no el valor chino, que consiste en desdeñar la vida”.



Volviendo al nacimiento de una nueva librería que es, además, una librería católica, les confieso mi alegría por el hecho de los milagros existan. El objetivo de estas librerías, según su fundador, es muy sencillo: propagar la Palabra de Dios a través de los libros. De ahí que, como alguien dijo en el acto de inauguración, su ubicación en la Plaza de Los Apóstoles sea algo más que una casualidad. Hubo un tiempo en que una librería era una promesa de libertad, pues en ella se guardaba y, lo que era peor para los liberticidas, se difundía la palabra libre. Fueron los libros, portadores de la palabra, los que concitaron los odios de dictadores y turbas. Y siguen siendo los libros, en su forma clásica o en sus modernas versiones, los que atemorizan a quienes pretenden que el individuo se ahogue en el sentir colectivo, del mismo modo que una librería sigue siendo una promesa de libertad.



Por eso es milagroso que, en tiempos de crisis económica y turbación social, una nueva librería abra sus puertas, tanto más cuanto que esa librería está dirigida, como todas las de la Sociedad de San Pablo, a proclamar la palabra de Jesús, que, me temo, es la única que nos hace realmente libres.

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martes, 19 de octubre de 2010

Hojas de otoño

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(Artículo publicado el 19 de octubre de 2010 en el diario La Opinión de Murcia)


Como alguien escribía hace unos días en estas mismas páginas, el otoño es un tiempo que nos apena emocionalmente, que nos carga de pesadumbre, esa “pesambre” del habla antiguo. Supongo que así debe ser tras la explosión de vida primaveral, madurada luego por el verano. En otoño los días se acortan y el cuerpo sufre como una sensación de destemplanza antes de que nos decidamos, por fin, a guardar la ropa de verano y recuperar la de abrigo, escondida en el fondo del armario. Una tarde, al levantar la vista del libro, nos sorprendemos de haber buscado cobijo bajo los faldones de la mesa camilla, mientras la luz otoñal, que se va haciendo más tímida y descolorida, más empañada pero también menos hiriente, nos aboca al recogimiento y a la introspección. Los recuerdos se desgranan lentamente, uno a uno, como hojas de otoño, unos te hacen sonreir, otros te entristecen.


Era el entierro del padre de un amigo. En el pequeño cementerio se agrupaban los deudos y familiares en torno a la fosa recíén abierta. El sepulturero se afanaba en las tareas propias de su oficio, ayudado por un par de vecinos de esos que, sea entierro o boda, se ofrecen a ayudar en lo que sea menester. Volvía el enterrador cargado con una pila de ladrillos e intentó bajar a la fosa ocupada por uno de los vecinos ayudantes. Muy cumplido, el sepulturero le preguntó: “¿Me permite usted?”, a lo que el vecino, no menos cumplido, le respondió desde el fondo de la fosa: “No faltaba más, está usted en su casa”. Un ligero escalofrío recorrió nuestras espaldas antes de que estallaran las risas a duras penas contenidas.


Y, balanceándose, cayó una hoja de otoño.


Conocí a Mariano Yúfera, aquel que fuera alcalde de Mazarrón, hace muchos años, mucho antes de que, con ocasión de la elaboración del Estatuto de Autonomía, propusiera para la Región el nombre de “Región Frutalense”, en un extravagante intento por superar las distancias políticas que entonces, y aún hoy, separan a Murcia y Cartagena. A pesar de sus excentricidades, o tal vez por ello, porque fueran manifestaciones sinceras de un espíritu libre, siempre le profesé cariño y respeto. Pasados los años, recibí un día una llamada de su hija. Me decía que su padre, gravemente enfermo, estaba ingresado desde hacía varias semanas en el hospital Virgen del Rosell de Cartagena y que, si me era posible visitarlo, estaría muy interesado en verme. Como al día siguiente tenía previsto acudir a la Asamblea Regional, muy cercana al hospital, le dije que sí, que me pasaría a verle. Cuando al día siguiente llegué al hospital su hija me comunicó que su padre había fallecido unas horas antes y que había dejado una carta para mí. En la carta manuscrita la noche anterior, que conservo perdida entre mis papeles, Mariano Yúfera me contaba el motivo de su requerimiento. Me decía que llevaba varias semanas en el hospital y que, ante la gravedad de su estado, sabía que era la recta final de su vida. Que, aunque el trato que recibía era correcto, pensaba que podría ser más humano, más cercano al enfermo que, en muchas ocasiones, se encontraba desamparado y atemorizado ante la enfermedad. Que para él ya no pedía nada, pues nada necesitaba ya, pero que si se podía hacer algo para humanizar el trato que reciben los enfermos hospitalizados, él, Mariano Yúfera, estaría agradecido en nombre de todos ellos.


Y el viento levantó del suelo otra hoja de otoño.

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miércoles, 13 de octubre de 2010

Vargas Llosa, el premio esperado

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(Artículo publicado el 12 de octubre de 2010 en el diario La Opinión de Murcia)






Una noche de San Juan de hace unos años, no sé cuántos, me tropecé con Mario Vargas Llosa en las inmediaciones de la Plaza de San Juan. Probablemente fue en una de las ocasiones en que el escritor peruano había venido a Murcia para asistir a la entrega de los premios literarios de novela que llevan su nombre y que puso en marcha el incansable Victorino Polo. No me voy a tirar el pegote de que lo saludé, y nos paramos, y estuvimos hablando largo y tendido de la actualidad literaria hispana, porque no sería verdad. Nos quedamos mirando al escritor, que iba acompañado de dos o tres mujeres jóvenes y guapas y él, al darse cuenta de que el grupo del que yo formaba parte lo había reconocido, con esa enorme, deslumbrante y rejuvenecedora sonrisa latinoamericana, nos saludó haciendo un gesto con la cabeza y siguió su camino. Y hasta ahí llegó el encuentro.


En muchas ocasiones me he cruzado con gente más o menos famosa, a la que he hecho el caso propio de mi condicón de persona común que se asombra de que aquéllos a quienes conoce por el papel de las revistas o por su imagen televisada sean finalmente personas de carne y hueso que andan, viajan, sonríen o beben y comen exactamente igual que tú y en los mismos lugares. De ellos piensa uno que están igual que en las fotos, o más jóvenes o más viejos, que son más bajitos y, generalmente, que están más delgados, pues ya se sabe que la tele engorda. Pero lo que pensé en aquel momento de Mario Vargas Llosa no fue nada de eso, sino que era inexplicable que el autor de La ciudad y los perros y Pantaleón y las visitadoras no hubiera recibido aún el Premio Nobel de Literatura, cuando ya tenía por aquel entonces casi todos los galardones literarios posibles, incluidos el Cervantes y el Príncipe de Asturias de la Letras, amén de ser doctor honoris causa por un montón de universidades de Europa, Asia y América. La respuesta no había que buscarla entonces en su literatura, ni siquiera en su pertenencia al mundo de las letras hispanas, sino en su condición política de liberal de derechas en un entorno intelectual en el que lo que se estilaba era ser precisamente todo lo contrario, de izquierdas y socializante, cuando no revolucionario.


Si Mario Vargas Llosa, en lugar de ir correctamente vestido con una americana sport, una albísima camisa y pañuelo al cuello, hubiera ido ataviado con un terno de pana y una camisa de cuadros leñadores, si en lugar de ir correctamente peinado hubiera estado coronado por una greña encrespada con alguna rasta colgando, o si en lugar de ir acompañado de dos o tres guapas e impecables señoras o señoritas, lo hubiera estado de dos monjiles militantes del Partido Comunista (siempre he dicho que los extremos se tocan), es decir, si en lugar de parecer y ser de derechas, hubiera parecido, aunque sólo fuera parecido, ser de izquierdas, seguramente en aquel tiempo me habría cruzado con un Premio Nobel de Literatura.


No fue así y hoy me tengo que esperar a que venga de nuevo a Murcia, seguramente de la mano de Victorino Polo, para poder cruzarme en la calle, no digo ya saludar o ser saludado o, quién pudiera, cruzar unas pocas palabras, con Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura.


Que así sea.

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martes, 5 de octubre de 2010

Los Picapìedra

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(Artículo publicado el 5 de octubre de 2010 en el diario La Opinión de Murcia)



El pasado día 30 de septiembre, esto es, el Día Después de la exitosa huelga general convocada por nuestros cavernícolas sindicatos de clase, una serie televisiva de dibujos animados cumplió cincuenta años. Estrenada en Estados Unidos el 30 de septiembre de 1960, la saga de Los Picapiedra (The Flintstones, en inglés) reflejaba las vivencias cotidianas de las familias norteamericanas de clase media, ingeniosamente trasladadas a la edad de piedra: la vivienda troglodita ajardinada con helechos y palmeras paleolíticas, naturalmente; el coche familiar era un troncomóvil, con tracción a los cuatro pies; la fábrica en la que trabajaban Pedro Picapiedra y Pablo Mármol era, cómo no, una floreciente cantera dirigida por el señor Rajuela, y la excavadora pilotada por Pedro era un enorme dinosaurio que extraía las rocas con los dientes; como su nombre indica, los piedrólares eran billetes de banco de piedra y, los aviones, enormes pterodáctilos que levantaban el vuelo desde el aeródromo de Piedradura; el servicio de bomberos contaba con el agua almacenada en la trompa de un mamut para apagar los incendios y el cuernófono, la costilla de brontosaurio en el auto cine, y los diferentes animalillos que sustituían a los electrodomésticos habituales de un hogar medio norteamericano, eran otros rasgos distintivos de los hogares de Wilma Picapiedra y de Betty Mármol, las sufridas esposas coprotagonistas de la serie.


La serie gozó de gran popularidad, no sólo en Estados Unidos, sino en todos los países en los que fue emitida. Si bien la vida de la clase media española en poco o nada se asemejaba en aquel entonces a la de su homóloga norteamericana, no es menos cierto que éste era justamente el modelo sociofamiliar al que quería parecerse y al que finalmente se asimiló. Todos los chavales soñaban con tener el día de mañana un chalet con jardín como el de Pedro Picapiedra, un trocomóvil como el de Pedro, una barbacoa como la de Pedro, con jugar al boliche los fines de semana como Pedro, con pertenecer a un club de viejos amigos como Pedro y con una esposa modelo Doris Day como Wilma Ábremelapuerta.


Hubo otra serie llamada Los Supersónicos que, siguiendo el mismo patrón, trasladaba las vicisitudes de otra familia media norteamericana al futuro lleno de naves siderales y de robots domésticos. Pero tal vez porque era reiterativa o porque a los españoles de boina y botijo nos pillaba más cerca la Edad de Piedra que la Era Espacial, lo cierto es que la que alcanzó el éxito en España fue la prehistórica familia Picapiedra.


En estos días de tribulación económica en los que nos ha sumido la crisis, cuando el fantasma de la regresión se materializa, sería justo y necesario que las televisiones todas, públicas y privadas, nacionales y autonómicas, decentes e indecentes, repusieran la serie de Los Picapiedras. No les quepa duda de que, de las aventuras de Pedro y Pablo, sacaríamos muchas ideas para afrontar las dificultades económicas que nos acogotan. Por ejemplo, los piedrólares, que duran mucho más que los billetes de papel. O las chuletas de brontosaurio, que con una sola se alimenta a toda la familia durante varias semanas. O, ya que no tenemos centrales nucleares gracias a la vista de águila del Gran Ilusionista, retomaríamos el uso de la energía animal en lugar de la eléctrica, que ha subido un tercio en los últimos meses: el buey rojo, el mulo y el asno, nuestros viejos animales de compañía. Para mover el coche sin necesidad de gasolina, bastaría con hacer un agujero en el suelo del auto y zapatear con los pinreles como hacía Pedro Picapiedra: zapa-zapa-zap-zap-zap-zapatap. Para divertirnos en forma barata y saludable, nada como los bolos huertanos, el equivalente al boliche de Picapiedra. Y así sucesivamente.


Además, todo ello tendría dos ventajas adicionales: una que nuestros sindicatos de clase se encontrarían como en casa en la Edad de Piedra. Otra, que al no llevar zapatos (recuerden los pies desnudos de Los Picapiedra), no necesitaríamos a Zapatero.


Y esto último, sí que no tiene precio.

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