(Artículo publicado el 9 de febrero de 2016 en el diario La Opinión de Murcia) |
A mediados del siglo XIX fue estrenado en el
Teatro Príncipe de Madrid el drama del Duque
de Rivas titulado Don Álvaro o la
fuerza del sino, considerado por muchos como la obra inaugural del teatro
romántico español. Don Álvaro, enamorado locamente de Doña Leonor, acaba
arrojándose a un precipicio mientras grita “Soy un enviado del infierno; soy un
demonio exterminador”. Don Álvaro se suicida tras matar, unas veces
accidentalmente y otras en defensa propia, al padre y los dos hermanos de su
amada y luego de que el último de ellos hiera mortalmente a Doña Leonor
creyéndola cómplice de Don Álvaro. Unos años después Giuseppe Verdi se inspiraría en el drama del Duque de Rivas para
componer su ópera La fuerza del destino,
si bien, apiadado de Don Álvaro, lo indultó.
El
romanticismo fue eso, una sucesión de tragedias, de amores imposibles y de
amores que languidecen, de deseos frustrados y de desamores triunfales, de
pasión desesperada y, finalmente, de muerte trágica, todo ello envuelto en el
más gótico de los ambientes. Y aunque hoy se repiten con frecuencia esos mismos
sucesos y hay quien se suicida por amor, lo cierto es que carecen del aura del
romanticismo y se han visto reducidos a vulgares episodios de la cartelera de
sucesos. La causa de ello es que en el pragmático mundo en que vivimos apenas
quedan románticos y a los que aún resisten nadie los entiende y, menos aún, los
admira, como lo fue el joven Werther, el personaje prerromántico de la novela
de Goethe, hasta el punto de que,
tras su publicación en 1774, se sucedieron numerosos suicidios por amor.
Como
siempre, mi Lector Malasombra está a la que salta y se hace cábalas acerca del
por qué estoy escribiendo del romanticismo y del suicidio por amor. En sus
prisas por criticarme no ha reparado en el título del artículo, en el que se
encuentra la explicación que busca. Vengo a decir, queridísimo, que tal vez Mariano Rajoy sea el último romántico.
Me explico. Una de las características de los protagonistas de novelas
románticas es su ceguera para ver la realidad, hasta que ésta es ya
irremediable. Es tan grande su pasión que no ven otra cosa, y cuando por fin la
descubren no pueden soportarla y mueren aferrados a su sueño. Mariano ha
querido ser un buen presidente de gobierno y, hasta cierto punto, lo ha sido. Hombre
culto, inteligente y trabajador, aunque su talante un punto blando y componedor
nos trasmita una injusta imagen de indolencia, Mariano es también y por encima
de todo un hombre de Estado, un sensato hombre de Estado. Mi Lector Malasombra,
de gatillo fácil, me dirá ahora que la sensatez y el romanticismo son
contrarios, pero está muy equivocado. No hay mayor sensatez que la de
entregarlo todo, hasta la vida, por un alto ideal, por aquello en lo que se
cree a ciegas o por aquella persona a la que se ama apasionadamente. Sin
embargo, la sociedad española, tan presta a condonar las insensateces cañís,
como la de torear una vaquilla con tu hijo de seis meses a cuestas, o las
muchas protagonizadas por aquella antítesis del romanticismo que fue Zapatero, es por contra reacia a
otorgar su aplauso al romanticismo sensato.
Mariano,
el último romántico, ha creído firmemente que su misión era la de gobernar un
país sin concesiones a la galería, con la mirada puesta en sus sensatos
objetivos, como por ejemplo sacarnos de la gravísima crisis en la que nos había
metido el insensato, y lo ha hecho sin advertir que la realidad era muy otra, que
el paisanaje, aunque seguía prefiriendo las insensateces al sentido común,
había sido sustituido por la generación posterior a la suya, la generación de la nueva cultura
del relativismo, la de las redes sociales y del just do it. Mariano ha descubierto muy tarde que el verdadero
sentido del término “casta” acuñado por los chicos de Podemos, no es tanto el
de una clase política privilegiada, lo estamos viendo todos los días en la
conservación de privilegios, cuanto el de una clase política envejecida.
¿Saben porque Mariano no asistió
finalmente al debate televisado a cuatro? Pues sencillamente porque se dio
cuenta al fin de que no pertenecía a esa generación nueva de lozanos políticos
y que iba a parecer el abuelo de los otros tres, sólidamente pertrechados en su
insultante juventud. Por eso envió en su lugar a Soraya Sáenz de Santamaría.
El
romanticismo de Mariano, esa sensatez que lo hace ser ciegamente un hombre de
Estado, provocará que finalmente escenifique el sacrificio último, el salto al
precipicio, que no es otro que dejar paso a alguien de la nueva generación.
Afortunadamente no tendrá que gritar aquello de “Soy un enviado del infierno; soy un demonio exterminador”, pero
casi.
La
vida ha ido muy rápida, Mariano, tanto que nos ha hecho viejos en un par de
instantes.
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