martes, 25 de febrero de 2014

El águila calva

(Artículo publicado el 25 de febrero de 2014 en el diario La Opinión de Murcia)




El águila calva, también llamada pigargo americano o águila de cabeza blanca, debe su equívoco nombre al hecho de tener la cabeza cubierta de plumas blancas por lo que, al verla a lo lejos,  algún descubridor miope debió creer que se trataba de un pájaro calvo como los buitres. Pero no, el aguila calva ni es calva ni tiene la fama fúnebre y carroñera de los pájaros calvos, sino que se trata de uno de los pájaros más encumbrados del mundo actual, tanto que ha destronado a su prima el águila imperial en el escudo de los poderosos. El águila calva, como todos ustedes saben, es el ave representada en el escudo de los Estados Unidos de América.
                Las águilas que aparecen en los escudos nacionales proceden casi todas ellas del águila romana y simbolizan la unidad del imperio, la fuerza y la supremacía. En su combate heráldico con el león, presente por ejemplo en el escudo del Reino Unido, vence el águila pues domina en los  mismos espacios que el león y, además, reina en el aire. En España no tenemos águila en el escudo. Tuvimos una, sí, el águila de Patmos, el águila de San Juan Evangelista, que los Reyes Católicos eligieron para el primer escudo de la España unificada. Luego de la llegada de los Austrias, el emperador Carlos V sustituiría el águila de Patmos por el águila bicéfala del Sacro Imperio Romano-Germánico que, a su muerte, echaría a volar para anidar en tierras centroeuropeas. Ya no hubo más águilas en el escudo de España hasta que a Franco se le ocurrió rescatar el águila de Patmos del viejo escudo de los Reyes Católicos. La progresía, que, si bien se empeña por un lado en defender a las águilas como especie protegida, por otro las persigue con encono cuando figuran en cualquier escudo, empezando por el norteamericano, la pijiprogresía digo, logró convencer a la siempre timorata derecha constituyente de que la evangélica águila de Patmos era en realidad un águila fascista que, junto con las estatuas ecuestres del dictador, el Concordato, el Acuerdo Bilateral con Estados Unidos y el Seiscientos, debía ser erradicada del paisaje multimoderno, multicultural, multinacional y multiétnico de País, que fue el nuevo nombre políticamente correcto con el que la progresía bautizó a la nueva España post constitucional. Y el águila desapareció del escudo, lo que en cierto modo fue una suerte para ella.
                Lo más parecido a un águila que nos queda es una gaviota, pero no, no es igual y además tampoco le gusta a la progresía, tal vez porque, aunque muy lejana, es pariente de las águilas, sean imperiales, calvas o evangélicas. Tampoco les gusta el toro que, si bien no es un animal volador como lo eran sus primos mesopotámicos, representa al igual que el águila la unidad del territorio y de las gentes que lo habitan (España es una piel de toro, ya saben) frente a la disparidad polimórfica de País, este estado compuesto y sin nombre que tenemos. España no existe porque existen Catalunya y Euskalherria y otros quince trozos más. Ya no hay águila española como no hay toro español y, si me apuran, como tampoco quedan españoles. Pero decía que ha sido una suerte para el águila no figurar en el escudo porque, tal y como van las cosas, se habría convertido en una auténtica águila calva, un águila alopécica. Dicho de otra manera, el águila de Patmos no habría resistido tanta tomadura de pelo sin perder hasta la última de sus plumas capitales que, como todos ustedes saben, no son sino los pelos de las aves. Y es que la tomadura de pelo ha alcanzado en País la categoría de deporte nacional.
                La última gran tomadura de pelo ha sido el penúltimo capítulo del aquel mal llamado proceso de paz que inició Zapatero y que consistía en rendirse contundentemente al chantaje terrorista. El acto de entrega de armas que ha escenificado ETA con la presencia de unos supuestos verificadores internacionales y que los medios de comunicación han tratado con honores de noticia de portada, ha sobrepasado lo esperpéntico. Las armas entregadas fueron poco más una txapela, dos pistolas y una treintena de cartuchos, y los verificadores cazados a lazo hubieron a su vez de ser verificados por la Audiencia Nacional, de manera que el verificador que lo verifique, buen verificador será. El grotesco epílogo del acto de entrega consistió en que los etarras se volvieran a llevar las armas entregadas.

                Pobre águila calva y cabreada.
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martes, 11 de febrero de 2014

La rana

(Artículo publicado el 11 de febrero de 2014 en el diario La Opinión de Murcia)





Me temo que he pasado demasiado tiempo pensando sobre lo que quería escribir en mi artículo de hoy, con el resultado funesto de que apenas me queda tiempo para escribirlo antes de que me cierren la edición. Renuncio a hacerlo sobre la difícil cuestión de la pederastia, la ONU y la Iglesia Católica, entre otras cosas porque tengo muy claro que ésta última es una institución mucho más prestigiosa y útil a la humanidad que lo será nunca la primera, cuyos silencios sobre las sangrientas persecuciones que están sufriendo los cristianos en el mundo, muy especialmente en los países islámicos, corren de la mano con la presencia en el Consejo de Seguridad de países donde los derechos humanos son un espejismo.
         Tampoco voy a escribir sobre el esperpento que ha supuesto, y que seguirá suponiendo durante mucho tiempo, la declaración de la Infanta Cristina como imputada, en la que, a pesar de haber prohibido hasta los relojes digitales en el Juzgado, a los cinco minutos ya circulaba la foto de la Infanta en el estrado y, diez minutos más tarde, el vídeo.
Este pitorreo al señor juez y a la señora Ley de Enjuiciamiento Criminal me ha recordado otro pitorreo, éste mucho más inocente, que tuvo lugar hace varios siglos durante una clase de religión en la Facultad de Derecho. Sí, sí, querido lector malasombra, en aquella universidad de los tiempos de la Oprobiosa los aprendices de juristas teníamos que estudiar, es un decir, lo que llamábamos “las tres marías”: Religión, Gimnasia y Formación del Espíritu Nacional, fíjate qué cosas. Pues, como decía, las clases de religión las impartía un canónigo de la Catedral, fallecido hace algunos años, que se llamaba don Arturo. Era don Arturo un hombre de buen corazón aunque un poco malas pulgas y un mucho autoritario, a quien sin embargo toda la autoridad se le iba por la boca y cuyo mal genio se desinflaba en un solo estallido como una pompa de jabón. Un día, se le ocurrió a uno de los alumnos llevar a clase una rana de hojalata. La rana, que todo hay que explicarlo a las nuevas generaciones, era un pequeño artilugio no mayor que una caja de cerillas provisto de una lámina de metal que, al apretarla con el dedo gordo, crujía y hacía un ruido doble muy sonoro: clip-clap. El estudiante, por aquello de que la juerga es antes que el estudio, empezó a hacer sonar la rana y el concierto de batracios fue pronto coreado por las risas contenidas de los demás alumnos. Don Arturo, poniéndose muy serio, levantó el dedo y, señalando la puerta al tocador de ranas, lo echó de clase a cajas destempladas. A los pocos minutos, para sorpresa de la clase y enfado de don Arturo, la rana volvió a sonar. Don Arturo, en un nuevo ejercicio de autoridad, ordenó a otro estudiante que abandonara la clase. Cuando la rana sonó por tercera vez, la carcajada fue general y la rabieta de don Arturo alcanzó proporciones dantescas. Echó a otro alumno, y luego a otro, y a otro, y, tras cada marcha, la rana, inmisericorde, volvía a croar. Pronto no quedó más que un alumno, su alumno favorito y lejano pariente suyo que, además, tenía la costumbre de pedirle confesión antes de cada examen. Don Arturo le dirigió una mirada bondadosa y agradecida y, cuando se disponía a retomar el curso de sus explicaciones, uno estruendoso clip-clap sacudió los cimientos de la vieja facultad de Derecho. El alumno preclaro recogió sus bártulos y, con la rana en la mano, abandonó la clase con una especie de sensación del deber cumplido.
Todo lo ocurrido con la rana no tuvo consecuencias académicas, entre otras cosas porque el alumno aventajado volvió a pedirle confesión a don Arturo, quien, a pesar de su enfado, lo absolvió con unos cuantos padrenuestros de penitencia.
                ¿Ven lo que les decía? Ahora que me dispongo a empezar realmente mi artículo para hablarles de un político singular, de quien me gustan algunas de sus maneras y otras no tanto, ahora que tengo claro que la vida y milagros de José Mujica, Presidente de Uruguay, me da para un estupendo artículo en el que comparar su práctica de la austeridad con la de otros políticos de nuestro entorno, ahora precisamente ya no me queda tiempo ni espacio para escribir. Una práctica de la austeridad personal, la de Mujica, muy parecida por cierto a la del Papa Francisco, de quien sin embargo le separan muchas cosas: Mujica fue guerrillero tupamaro, mientras que Francisco nunca ha ejercido la violencia en forma alguna; Mujica es ateo, mientras que Francisco es la cabeza de la Iglesia Católica; y para quien sepa de esto, Mujica es uruguayo, mientras que Francisco es argentino. Y sin embargo estas palabras de Mujica que transcribo a continuación se parecen mucho a otras palabras que pronunció Francisco y que he reproducido en alguno de mis artículos anteriores:
Yo no soy pobre, pobres son los que creen que yo soy pobre. Tengo pocas cosas, es cierto, las mínimas, pero sólo para poder ser rico.
Quiero tener tiempo para dedicarlo a las cosas que me motivan. Y si tuviera muchas cosas tendría que ocuparme de atenderlas y no podría hacer lo que realmente me gusta. Esa es la verdadera libertad, la austeridad, el consumir poco. La casa pequeña, para poder dedicar el tiempo a lo que verdaderamente disfruto. Si no, tendría que tener una empleada y ya tendría una interventora dentro de la casa. Y si tengo muchas cosas me tengo que dedicar a cuidarlas para que no me las lleven. No, con tres piecitas me alcanza. Les pasamos la escoba entre la vieja y yo; y ya, se acabó. Entonces sí tenemos tiempo para lo que realmente nos entusiasma.  No somos pobres.
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martes, 4 de febrero de 2014

Diablos emplumados





El Infierno. Tabla del tríptico El jardín de las delicias. El Bosco
   

(Artículo publicado el 4 de febrero de 2014 en el diario La Opinión de Murcia)


Puedo afirmar con total seguridad que Hieronymus Bosch no conoció a la chicas de FEMEN, al menos en la dimensión de espacio y tiempo en la que vivo. Aclaro a las víctimas de la LOGSE (otro mérito que apuntar a Rubalcaba, por cierto), que este señor Bosch no es el dueño de la conocida y prestigiada  marca alemana de electrodomésticos, sino un pintor flamenco (nada que ver con La Pantoja, queridos míos) que vivió a caballo entre los siglos XV y XVI. Realmente se llamaba Jeroen Van Aeken pero, como su hermano mayor había heredado el derecho a usar el apellido para denominar al taller familiar de pintura, Jeroen latinizó su nombre y usó como apellido el nombre simplificado del pueblo donde nació, Hertogenbosch, operación que a los españoles, habida cuenta de su proverbial facilidad para los idiomas (vean, si no, a nuestros políticos, speculum societatis) les importó un pito porque, del mismo modo que al orgulloso Duque de Marlborough lo transformarían en Mambrú para poder saltar a la comba sin atragantarse, también simplificaron el de Hieronymus Bosch llamándolo simplemente El Bosco, y arreando.
Las pinturas de El Bosco, realizadas en un estilo gótico tardío, eran fiel reflejo de algo tan aceptado por la sociedad de su tiempo como el hambre, la peste o la muerte: que el mundo era un lugar impío que se revolcaba en el fango del pecado y cuya única esperanza de salvación era la fe. Su obra más conocida tal vez sea El jardín de las delicias, un tríptico en madera que forma parte de la excepcional colección del Museo del Prado. La tabla de la derecha (no, la de la derecha del cuadro no, la de mi derecha) está dedicada al infierno. En la parte alta de la tabla un sínúmero de pecadores son conducidos al Averno, apenas iluminado por los fuegos eternos, mientras que en la parte baja  diablos de mil formas y atavíos grotescos torturan de mil maneras diferentes a los condenados: unos son obligados por un diablo con cabeza de pájaro a pasear desnudos bajo una gaita gigantesca que toca otro diablillo, en un tormento que podemos entender fácilmente sólo con darnos una vuelta, incluso vestidos, por cualquiera de las calles céntricas de nuestra ciudad en las que nos asalta el sonido estridente de cientos de acordeones y decenas de instrumentos variopintos, desde la gaita gallega al extraño violín de una sola cuerda que toca en la plaza de Belluga un diablejo chino; algunos otros condenados están atados a diversos instrumentos musicales como arpas o mandolinas, y uno de ellos es obligado además a tocar la flauta con el trasero (con perdón); el uno, está embutido en un tambor, el otro, anda colgado de una llave, y otro más es el badajo de una campana; un diablo con alas de mariposa obliga a un pecador, que lleva una flecha clavada en el culo, a subir por una escala a una especie de pavo relleno donde le aguarda un triste banquete (debe ser el tormento de las almorranas, o “almorroides” que decía una señora que se las daba de muy fina y viajada); otro condenado en bolas sirve de asiento a un demonio vestido de fraile; más adelante hay un diablo en forma de conejo y, más allá, un enorme diablo azul con cabeza de pájaro devora a los condenados y los defeca en un pozo maloliente; perros que devoran, ratas que apuñalan y cerdos con toca de monja forman parte también del infierno avistado por El Bosco.
Pues bien, desde el pasado fin de semana, a estas escenas y a otras similares como las pintadas por Pieter Brueghel el Viejo en El triunfo de la muerte o en La caída de los ángeles rebeldes, o las recogidas en sus grabados de Los siete pecados capitales, les han salido unas firmes competidoras. Ni a El Bosco ni a Brueghel el Viejo se les ocurrió nunca pintar o grabar a seis o siete vociferantes energúmenas, con las tetas al aire serrano, intentando colocar unas bragas en la cabeza patricia de un cardenal de Roma. Ocurrió seguramente que ni uno ni otro habían bebido cerveza suficiente, de ésa de quince o veinte grados que, ya por aquel entonces, preparaban los frailes boticarios (cerevisa monacorum) en  los monasterios y abadías del viejo Flandes.
Llegados a este punto, y ya voy terminando, me pregunto lo siguiente: si por un tartazo a la presidenta de Navarra Yolanda Barcina el fiscal pidió cinco años de cárcel a los aprendices de reposteros, que al final se quedaron en dos, ¿qué va a pedir la fiscalía para estas chicas del bragazo a Rouco Varela? Ah, que aquéllo sí que era un delito, mientras que ésto es una muestra pacífica de la libertad de expresión, ya, ya…
Es lo que me lo temía.
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