(Artículo publicado el 16 de febrero de 2016 en el diario La Opinión de Murcia) |
Este mes de febrero se cumplen
catorce años desde que publiqué en estas mismas páginas el primero de mis
artículos semanales, que escribía unas veces acompañado de mi orondo asesor
Ignatius Reilly, casi siempre bajo la aguda lupa de mi Lector Malasombra y en
muchas ocasiones pertrechado del sentido común de Chesterton o de la lírica de Tagore,
mis autores y poetas de cabecera. Aunque a veces me he visto obligado a
comentar sucesos tristes que están en la memoria de todos, sea el 11-M o el
accidente ferroviario de Chinchilla, en mis artículos siempre he buscado la
sonrisa cómplice del lector tratando de descubrir ese aspecto apacible de la
vida que nos permite a unos y a otros abordar la cuestión con cierto buen humor.
He escrito poco de política
nacional y, menos aún, de política regional o local, debido entre otras cosas a
mi afán por poner distancia con la actividad que me ocupó los años anteriores a
mi vida de libertad recobrada, pues, como tengo escrito, entre la política y yo
hubo una especie de divorcio de mutuo acuerdo que a ambos nos benefició. Y
nunca, pese a estar tentado a ello, he escrito acerca de mis cuitas personales,
aunque en cada artículo hable un poco de mí mismo, como sin duda saben mis
lectores.
Como también saben que, con
ocasión de la rehabilitación del Real Casino de Murcia, y precisamente por mi
condición de presidente del mismo, me encuentro en una situación que, por
respeto a los menores que también me leen, calificaré escuetamente de jodida y
de la que, haciendo una excepción que ruego me disculpen, les voy a hablar.
Me han aconsejado que escriba
acerca de cómo el Casino se ha transformado en un pulmón social y cultural del
centro de Murcia; de cómo acoge más de doscientos actos culturales el año,
abiertos a todos los que quieran asistir; de cómo lo visitan cada año decenas
de miles de turistas que, con su imagen, se llevan una de las mejores tarjetas
de visita de la ciudad; de cómo en esta institución conviven en armonía jóvenes,
menos jóvenes y mayores, gentes de un pensamiento y de otro, personas con una
enorme variedad de gustos y aficiones; de cómo todo eso ocurre sin que la
institución reciba un euro de subvención, pues atiende todos los gastos con sus
propios recursos, incluidos los de mantenimiento del edificio al que se
destinan más de ciento cincuenta mil euros anuales; de cómo ningún miembro de
la Junta Directiva, incluido su presidente, o sea yo, percibe euro alguno por
cualquier concepto. Pero no lo haré, pues todos ustedes ya lo saben.
Me han recomendado que les
explique que las obras de rehabilitación del Real Casino de Murcia tal vez
hayan sido las únicas de cierta envergadura cuyo coste fue finalmente menor que
el presupuestado, aspecto éste realmente singular, acostumbrados como estamos a
que los presupuestos iniciales sean objeto de modificaciones que desvían el
coste de las obras un cincuenta, un cien o un doscientos por ciento. Pero
tampoco lo haré, porque hacer las cosas como Dios manda no debiera ser sorprendente.
También me han tentado para que
les aclare que el contrato por el que se me inculpa, el que legítimamente
buscaba encontrar financiación para la rehabilitación del inmueble que en
muchas ocasiones nos había sido negada, no podía obligar a terceros y, por
tanto, comprometer la voluntad de nadie, Ayuntamiento o no, que no fueran los
firmantes. Pero tampoco lo haré porque casi todos ustedes saben que los
contratos solo obligan a las partes que los otorgan, regla integrante de ese
catón jurídico que es el Código Civil y que debió ser explicada en la facultad
de Derecho el día en que algunos decidieron fumarse las clases.
O que les comente que nadie que
no sea funcionario o autoridad pública en ejercicio de sus funciones, o
depositario de fondos públicos, o administrador de los mismos, puede cometer ni
material ni formalmente delito de malversación de caudales públicos. Pero
tampoco es necesario hablar de ello porque yo no he sido nada de eso y, como
dijo el torero, lo que no puede ser, no puede ser y, además, es imposible.
O que insista en mi artículo que
la vicepresidencia de la entidad de gestión del plan urbanístico del que
procedieron los fondos privados para las obras de rehabilitación, que había
sido ofrecida al Casino, que no a mí, tenía “funciones meramente consultivas” o,
dicho de otra manera, que no tenía función alguna de dirección, gestión,
disposición o fiscalización. Pero tampoco lo haré, pues ya lo he hecho.
Lo que sí voy a hacer es reiterar
unas preguntas al Alcalde Murcia que ya hice de un modo u otro en mi comunicado
de prensa de la semana pasada, toda vez que me ha otorgado graciosamente el
derecho a decir lo que estime oportuno en mi defensa, influido tal vez por la
lectura sosegada de la Constitución. Y son éstas:
¿A qué se debe el giro
copernicano en la postura del Ayuntamiento, que pocas semanas antes solicitaba
el archivo de la causa y que ahora acusa con tanta ligereza?
¿Ha comprobado si los estatutos
sociales de la entidad de gestión urbanística señalan efectivamente que la
vicepresidencia ofrecida al Casino de Murcia tenía únicamente “funciones
meramente consultivas”?
¿Ha comprobado si dichos
estatutos fueron aprobados por la Junta de Gobierno del Ayuntamiento de Murcia
en sesión celebrada el día 1 de febrero de 2006, y si el acuerdo aprobatorio
fue publicado en el BORM número 54, de 6 de marzo de 2006?
¿Ha comprobado si en dicho
acuerdo fue nombrado un representante del Ayuntamiento de Murcia “en los
órganos de gobierno y gestión de la Entidad” urbanística, por lo que debía
estar plenamente informado de cuanto ocurría y se decidía en la misma?
¿Ha comprobado si dichos
estatutos fueron previamente informados por los mismos servicios jurídicos del
Ayuntamiento de Murcia que fundamentan mi acusación en justamente lo contrario
a lo que dicen los citados estatutos?
Y si todo ello hubiere sido
comprobado y fuera cierto, ¿se ha procedido a depurar las responsabilidades a
que hubiere lugar y a rectificar la acusación que me ha sido dirigida?
Al día de hoy mis preguntas siguen
sin contestación, aunque realmente yo no la necesito pues Ignatius, Chesterton,
Tagore y yo mismo conocemos de sobra las respuestas.
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