El otro día me di de baja en
Facebook. Bueno, realmente no me dí de baja, entre otras cosas porque no sé cómo
hacerlo. Lo que hice fue anunciar que lo dejaba, desconectarme yo mismo y dejar
que la red siguiera su curso. A los pocos días, la curiosidad que mató al gato
me hizo abrir la página para echar un vistazo. Y lo que encontré me sorprendió.
Muchas personas, muchas más de las que pensaba, me habían escrito su comentario
lamentando “perderme de vista” a mí y a mis citas. Últimamente tenía por
costumbre despedir el día con un cita de Tagore bajo el poético título de
“Medianoche”, y saludarlo con otra que bauticé “Amanecer”. Por lo que supe al
conectarme, mis citas de Tagore, así como mis comentarios irónicos de otros
tiempos, tenían más amantes que detractores. Encontré a mucha gente que
encontraba en las citas de Tagore un mensaje de paz o de estímulo, un bálsamo
con el que aliviar sus temores o sus frustraciones. Exactamente lo que a mí me
ocurría.
Y es que la palabra hecha
belleza de Tagore, sus pensamientos dulcemente expresados, su sencilla
filosofía de la vida, su delectación en
las cosas más simples, además de conmover sentimientos y afectos universales,
causan como una especie de regresión al amor primero, al que siente el niño por
un cachorrillo, por un objeto que brilla, por el juego constante del agua.
Hoy se nos previene de la
adicción a las redes sociales. Y hay mucho de verdad en el peligro de quedar
prendidos en ellas, pero también mucho de injusto. Las redes enganchan porque
el hombre necesita relacionarse con el hombre, como antes lo hacía en la
tertulia lánguida de un casino, o mediante cartas primorosamente escritas, o, habida
cuenta de que las distancias eran en ocasiones casi insalvables, en encuentros
personales muy de cuando en cuando. Hoy el mundo gira vertiginosamente y apenas
hay tiempo para hablar y casi ninguno para sentarse a escribir una carta, de
tal suerte que las redes han venido a rellenar ese hueco. La culpa no es de las
redes, créanme, sino de la velocidad mareante con la que transitamos por la
vida. Si fuéramos más despacio, si las tardes volvieran a ser largas y cansinas, con horas y horas que
rellenar de conversaciones y encuentros, si hubiera tiempo ganado al torbellino
en que hemos convertido la vida, si encontráramos un momento para escribir una
carta de amor o de amistad vieja, si esperáramos con impaciencia a que llegara
el día de volver a ver al amigo para hablar de todo un poco, entonces las redes
serían como aquellos telegramas que contenían un mensaje que no podía esperar
al lento traqueteo del tren correo.
También sirven las redes para
estar informado de multitud de cosas, si bien la mayoría de ellas resultan
insustanciales e innecesarias, aunque divertidas. Pero si lo que uno quiere es
estar formado, antes que informado, lo mejor es no acudir a las redes sino al
viejo libro. El conocimiento requiere tiempo para asentarse y una cierta pausa
para su asimilación. Es la verdad de los libros la que te hace libre, la que te
proporciona ese pensamiento crítico e independiente que nos permite ser actores
y no simples espectadores de la vida.
Si me permiten el consejo,
disfruten de las redes en lo que valen, úsenlas y escojan lo que más les guste,
relaciónense a través de ellas, y beban de sus fuentes. Pero, de vez en cuando,
abran un libro y lean pausadamente y, si todavía recuerdan en qué consiste,
escriban una carta, a mano si es posible, y hablen de lo suyo. Verán que, a
diferencia de las redes, tienen tiempo para pensar en lo que dicen.
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