Tagore con sus discípulos. (Artículo publicado el 1 de diciembre de 2015 en La Opinión de Murcia) |
He contado alguna vez cómo fue mi primera
relación con los libros. Tras los tebeos de mi infancia, resolví un día asaltar
la biblioteca de mi padre y, confiado en que estaría lleno de relatos de
gladiadores, de gestas guerreras a golpe de pilum y espada corta, de amoríos
entre patricios y patricias romanas, desempolvé a mis tiernos once años la Historia de Roma en dos tomos, de Theodor Mommsem. Ni más ni menos.
Busqué en ellos las batallas y las escenas del circo, los relatos de esclavos
que, por su valor en combate, alcanzarían las glorias del generalato de los
ejércitos e, incluso, los laureles del imperio, los escarceos amorosos y las
intrigas palaciegas. Y todo eso lo encontré, si bien no en el formato de
película de romanos que era el que buscaba, sino en otro muy diferente. En
aquel libro hallé la auténtica historia de Roma, de sus instituciones, del
equilibrio de poderes, de la República y del Imperio. Descubrí las nociones de auctoritas, potestas e imperium, que
luego reconocería en mis estudios de Derecho y que tan ignoradas son hoy por
quienes nos gobiernan. Descubrí la prosa elegantemente académica de quien fue
premio Nobel allá por 1902. Y me gustó. Me gustaron los libros de adulto de la
biblioteca de mi padre y seguí buscando en ellos. Entonces fue cuando descubrí
a Tagore.
Rabindranah Tagore fue un poeta bengalí
que obtuvo también el premio Nobel de Literatura en 1913. Poeta, artista,
novelista, dramaturgo y músico, Tagore nació en el seno de una familia culta y
acomodada y recibió parte de su educación en Inglaterra. Viajó por todo el
mundo y se relacionó con muchos intelectuales de su tiempo, entre otros con Albert Einstein, Thomas Mann, George Bernard
Shaw, H.G. Wells o Victoria Ocampo. Gran parte de su obra
fue traducida al español por Zenobia Camprubí
y por Juan Ramón Jiménez, esposo de
la anterior, que aportó a la traducción lo que él mismo denominó “un colchón
lírico”.
Todos
hemos leído a Tagore, si no algún texto completo, sí muchas de sus frases, que
pueblan el universo literario. Leer a Tagore constituyó para mí una experiencia
tan conmovedora, tan íntima, que, aún hoy, permanezco atado a aquel viejo libro
de mi padre. Sin duda, fue Pájaros
Perdidos, su libro de aforismos, el que me enamoró de Tagore. Nunca he
dejado de leerlo, de consolarme con la belleza de sus pensamientos en los
momentos difíciles y de deleitarme con ellos en las ocasiones en que la vida me
sonríe. Pero también con Gitánjali,
con El Jardinero, con La Luna Nueva o con La Fujitiva (escrita así, con jota, por el propio Juan Ramón
Jiménez, que gustaba de escribir de esa forma las ges guturales).
Y como con todos
los libros que quiero, porque me niego a que la belleza permanezca oculta, Pájaros Perdidos lo he regalado en
ocasiones muy singulares con la recomendación de una lectura reposada. Pero
ahora añado algo que antes no dije. Tagore no es realmente para leerlo,
Tagore es para respirarlo, para saborear cada palabra, para retener en el
pensamiento la imagen simple que, desprovista de formas, se revela en cada
aforismo, en cada párrafo de su prosa, en cada verso: un nido de pájaros, una
brizna de hierba, el soplo del viento, una nube, la luz de una vela. Tagore es
para que envejezca contigo, como lo hizo conmigo, para que te acompañe en
silencio, para que susurre a tu oído palabras dulces, para que te haga soñar.
Tagore dormirá a tu lado, penetrará en tus sueños y te llevará más allá, mucho
más allá del momento.
Tagore es la belleza de la
palabra, pues nadie como él ha escrito con tanta belleza de las cosas más
simples de la vida. Y, como ejemplo, les dejo dos o tres aforismos de Pájaros Perdidos:
Apaga, si quieres, tu lámpara;
yo conoceré tu oscuridad, y la amaré.
El silencio lleva en sí tu voz,
como el nido la música de sus pájaros dormidos.
¡Cómo aletea alrededor del otoño
la música del verano que se fue, buscando su nido viejo!
Pájaros perdidos de verano
vienen a mi ventana, cantan, y se van volando.
Y hojas amarillas de otoño, que
no saben cantar, aletean y caen en ella, en un suspiro.
-Mar, ¿qué está hablando?
-Una pregunta eterna.
-Tú, cielo, ¿qué respondes?
-El eterno silencio.
.
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