(Artículo publicado el 29 de diciembre de 2015 en el diario La Opinión de Murcia) |
Proclama el artículo 24.2 de la
Constitución Española que todas las personas tienen derecho a la presunción de
inocencia. Pero como ocurre con tantos otros postulados constitucionales, una
cosa es lo que diga el precepto y otra bien distinta es lo que ocurre en la
calle. España es lamentablemente un país lleno de prejuicios, o sea, que
prejuzga con enorme ligereza lo que las leyes y la moral obligan a considerar
con mucha cautela y con una gran dosis de caridad, entendida ésta última como
un ejercicio de amor y respeto al prójimo. En estas fechas en que se nos
llena la boca de buenas palabras y de mejores deseos para todos, no deja de
sorprenderme que sigamos condenando al inocente con absoluta frialdad, cuando
no con auténtico encono.
Y es que también en Navidad
celebramos el recuerdo de aquella matanza de inocentes ordenada por Herodes con
la única finalidad de eliminar a un supuesto competidor al trono de Israel que,
según le habían dicho, acabada de nacer en tierras de Judea. Para ello, no tuvo
empacho alguno en pasar a cuchillo a todos los niños judíos cuya única culpa
era la de haber nacido en las mismas fechas en que lo hizo Jesús en su modesto
pesebre. Herodes no ha pasado a la historia como el buen rey que pudo ser, sino
como el hombre cobarde y sin entrañas que derramó la sangre inocente de los
recién nacidos por miedo al hijo de un carpintero. En el Belén de Salzillo, que
hace muchos años se instalaba en la Plaza de la Cruz, había un pequeño grupo
compuesto por un par de figuras que en mi mente de niño provocaba una especial
desazón y que aún hoy me la produce: se trata de ese soldado de la guardia de
Herodes que, brazo en alto, sujeta por una pierna a un niño recién nacido,
mientras se dispone a darle el tajo mortal con la espada. Arrodillada frente a
él, la madre del niño tiende suplicante sus manos al soldado. Siempre supe que
sus ruegos no tuvieron efecto.
¿Se han preguntado alguna vez a
cuántas personas inocentes condenamos al día sin haber considerado siquiera una
palabra en su descargo? No me refiero ya al linchamiento que sufren todos
aquellos que, inocentes mientras no se demuestre lo contrario, se ven atrapados
(¿imputados?, ¿investigados?, ¿implicados?, ¿qué más da el término que se
emplee?) en las ruedas de la justicia o en el escándalo mediático, que también
me refiero a ellos, sino a muchos otros a quienes excluimos de nuestro mundo
perfecto y equilibrado porque nos estorban o porque no encajan el él: a quienes
se nos acercan a pedir una ayuda y que condenamos de forma inmediata como reos
del peor de los delitos sociales, la pobreza y la marginalidad; a quienes por
sus trazas, su tez oscura y sus barbas identificamos al instante como
pertenecientes a la Yihad más peligrosa, sin detenernos a pensar que no lo son
en modo alguno; a quienes, porque son jóvenes y alborotan, que es lo que han
hecho todos los jóvenes de todas las especies animales desde que el mundo es
mundo, condenamos con mirada desaprobadora al silencio y a la quietud de la
vejez prematura; a los propios ancianos, que con su lentitud entorpecen nuestro
camino vertiginoso y ocupado, a quienes sentenciamos sin apelación posible a la
mesa camilla y al rincón más alejado; al más afortunado que nosotros, de quien
alimentamos gratuitamente el rumor del origen dudoso de su fortuna; al vecino,
porque no tenemos otra cosa mejor que hacer.
Ahora que acaba el año, ¿se han
parado ustedes a pensar a cuántos inocentes hemos acuchillado, cuántas famas
hemos manchado de manera injusta e irreparable, cuánto sufrimiento innecesario
hemos derramado a nuestro alrededor a causa de nuestros prejuicios?
La sangre que derramó Herodes es
la sangre que seguimos derramando cada día, tanto más inocente cuanto más inútil
es derramarla. La desconcertante realidad, viejo Herodes, de cuya constatación
aún no te habrás repuesto, es que Jesús no había venido al mundo a ocupar tu
trono, sino el suyo, el que le estaba destinado desde el principio de los
tiempos, el trono de un Reino que no era de este mundo ¡Y para eso cargaste con
la sangre inocente por toda la eternidad!
Pobre Herodes.
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