Nacimiento obra de Jesús Griñán instalado en el Salón de Baile del Real Casino de Murcia |
Hace algo más de dos mil años nació
un niño en un mísero establo del pueblecito judío de Belén. El hecho no habría
tenido más trascendencia si no fuera porque el nacido en lugar tan humilde iba
a protagonizar la revolución más grande que vieran los siglos. Para muchas
personas de su tiempo Jesús de Nazareth
encarnaba una promesa cumplida, la llegada del Mesías, el Esperado, al que se
referían tanto las profecías de los textos bíblicos como muchas profecías y augurios
de los gentiles. Sócrates, Platón y Aristóteles hablaban de un Hombre de Dios que bajará a redimir las
ciudades. Hasta Cicerón, muerto
cuarenta y tres años antes del nacimiento de Cristo, le escribe a Ático acerca
de “la venida la Mundo de un ser divino, el
Ser Sumo, que se haría carne mortal”. Incluso le contó de un sueño en el
que veía un gran edificio en las colinas de Roma, con hombres vestidos de
blanco, que mostraba en todas sus cúpulas las señal infame de los ajusticiados,
la cruz. También Virgilio, muerto
diecinueve años antes de que Jesús naciera, escribe en su cuarta égloga que
nacerá un ser que salvará a la
Humanidad de su condena y que “recibirá ese niño la vida de los dioses […] y a él mismo lo verán entre
ellos y regirá el mundo apaciguado por los dones de su padre”.
Cuento
todo esto porque el hecho corriente del nacimiento de un niño, tanto más
corriente cuanto que nació en una cuna tan humilde como un pesebre, se
convirtió en un acontecimiento de trascendencia universal por la sencilla razón
de que con su nacimiento y con su vida, con su palabra y con su testimonio, con
su muerte y, muy especialmente para quienes profesamos la fe cristiana, con su
resurrección, cambió el mundo para siempre.
En
Navidad se conmemora ese nacimiento y lo que ese nacimiento significa. No
importa que haya quienes quieran celebrar otra cosa, la fiesta del pavo y del
turrón, el solsticio de invierno, la fiesta del árbol, o una edición sardinera
y congelada de moros y cristianos. No importa que haya quienes sólo vean en la Navidad una orgía de
consumismo, o una excusa para desempolvar los esquíes o para tostarse en una de
esas playas del hemisferio sur que se encuentran a menos de doscientos euros de
distancia. Nada de eso importa, porque nada de ello puede alterar el mensaje de
la Navidad
cristiana, tan sencillo de entender y tan difícil de materializar. La
Virgen , el Niño y
San José, en su humilde pesebre representan la promesa de la Reconciliación del
hombre con Dios y del hombre con el hombre. Como cada año, el saludo del ángel
a los pastores resonará de nuevo en las alturas: Gloria a Dios en el cielo y Paz
en la tierra a los hombres de buena voluntad. Y, como cada año también, muchos permanecerán
sordos a él.
Verán
ustedes, hay quienes pensamos que montar el belén o colocar un nacimiento no es
sólo una forma de cumplir con una tradición muy española. Es por encima de todo
una manera de proclamar el mensaje de Paz de la Navidad , el más universal
de los mensajes. Escribía Chesterton
que es frecuente que un niño se convierta en Rey, pero sólo una vez en la
historia ocurrió que un Rey se convirtiera en Niño. En el Real Casino de Murcia
hemos instalado un bellísimo nacimiento, obra de Jesús Griñán. Es un humilde pesebre dentro de un palacio. La paja
dorada no es menos dorada que las sedas y oropeles del Salón del Baile. La
pequeña cuna, vestida con el forraje de los animales, brilla aún más que las
lámparas de cristal de roca que alumbran la escena, y la vara de San José ha
florecido bajo los cielos pintados. Es un palacio que alberga un pesebre. Y, aun
así, el mensaje sigue siendo el mismo que el que se oyera hace más de dos mil
años: Paz a todos los hombres de buena voluntad.
Que así sea.
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario