(Artículo publicado el 3 de noviembre de 2015 en La Opinión de Murcia) |
El otoño es un
tiempo nostálgico. Los colores chillones del verano han dejado paso a los los
tonos grises y ocres de las hojas caídas, los días se han han hecho más cortos
y las tardes más oscuras y frías, más recogidas. Quiero pensar que, tal vez por
ello, dedicamos más tiempo a leer, a escribir, a pensar y a recordar. Pues
bien, con el fin de ilustrar un discurso que había de pronunciar en un foro
literario me encontraba yo la otra tarde repasando mi archivo en busca de los
artículos que había escrito sobre el otoño y los libros. Entre ellos encontré
un par dedicados a las castañas, esos frutos tan otoñales, y se me ocurrió
reescribir para el artículo de hoy algunos párrafos que, sin duda, causarán un
profundo enojo a mi lector malasombra. Escribía yo que cuando alguien habla de
castañas nuestra inteligencia mira inmediatamente al otoño, pues el otoño es
tiempo de castañas y las castañas son muy propias del otoño. En otras palabras,
que se trata de un matrimonio estrechamente avenido, como esas parejas de
ancianos que resisten con galanura el paso del tiempo y que, sorprendentemente,
aún pasean de la mano ante la atónita mirada de algunos jóvenes descreídos y
digitales, que piensan que el amor es únicamente hacerlo.
Es ahora, en este tiempo que es antesala del invierno, cuando las calles se
llenan con el olor de las castañas asadas, cuando la castañera humilde instala
su tenderete en cualquier esquina: un bidón reconvertido en brasero de carbón,
una vieja sartén con el fondo agujereado, una rasera, un soplillo para avivar
las brasas, una silla y una mesita recubierta por una vieja manta que guarda el
calor de las castañas recién asadas. El cucurucho es, como siempre ha sido, de
papel de periódico, el mismo papel de efectos aislantes con el que los pobres
de solemnidad envuelven sus cuerpos ateridos por el frío. El cucurucho de
castañas era y sigue siendo un sistema ingenioso de calefacción individual. Una
peseta de castañas —¡qué viejo me estoy haciendo!—, distribuida en los
bolsillos del abrigo, calentaba durante un buen rato las manos de los
transeúntes, heladas por los primeros fríos del invierno que se avecinaba.
Claro que esto ocurría cuando había invierno, cuando el invierno llegaba él solo,
sin necesidad de que lo trajera El Corte Inglés; era aquel tiempo en que los más
pequeños leían en los cuentos troquelados la historia de Mariuca la castañera, la bondadosa niña que repartía gratis entre
los pobres de la calle las castañas que asaba cada atardecer y a la que unos
angelitos de alas blancas como el algodón premiaron con una sartén de castañas
inagotable. Aquéllos eran otros tiempos, sí, pero las castañas asadas siguen
estando ahí, impertérritas ante el paso de los años.
Ciertamente, decía, la humilde castaña está algo más presente en nuestras
vidas de lo que pudiera parecer. Cuando alguien quiere expresar sorpresa, aún a
riesgo de ser tachado de cursi, puede exclamar aquello de ¡Toma castaña!, de tal suerte que la
humilde castaña se revela como algo sorprendente. En otras ocasiones, cuando
decimos que tal película o cual libro es
“una auténtica castaña”, lo que estamos afirmando rotundamente es que se
trata de una película soporífera o de una plasta de libro. “Soltar una castaña” es lo mismo que
atizar un tortazo que, no por ser castaña, resulta menos doloroso. Para
expresar las diferencias que hay entre una cosa y otra decimos que “se parecen como un huevo a una castaña”.
Los “tiempos de Maricastaña”,
son aquellos a los que se suelen referir algunos de mis artículos, como éste
mismo. Qué sería, por otra parte, de nuestro folclore mundialmente conocido si
no interviniesen en él las castañuelas.
Cuando hace frío, nos “castañean los
dientes”, y castaños son los ojos de mi morena, que diría la copla. El
despilfarro era antiguamente “gastárselo
todo en higos y castañas”. “Pillar
una castaña” es, como casi todos ustedes saben, coger una borrachera, si
bien, cuando eso ocurre, todos deseamos que un amigo samaritano “nos saque las castañas del fuego”
ante la enojada parienta. Hasta el famoso ficus de Santo Domingo resulta que no
es un ficus, sino un castaño de indias
que, pese a su nombre, tampoco es oriundo de las Indias sino que procede de
Grecia. En este sentido, “castaña”
también es sinónimo de lío embarullado.
¿Ven? La vida está salpicada de castañas. Incluso en los buenos momentos de la vida, aquellos que
celebramos brindando con champagne, nos llevamos a la boca un marron
glacée, que no es otra cosa que una castaña escarchada. Y es que la castaña
es un fruto muy democrático, pues lo mismo está en el puesto callejero, que
asciende a los lugares más encumbrados y sublimes de la haute cuisine.
Hasta en la guerra se ha utilizado la castaña como arma defensiva, pues la
castaña de agua china, también llamado abrojo de agua, se asemeja a una esfera
erizada de púas y por ello, antiguamente, los chinos esparcían gran cantidad de
estas castañas por los campos de batalla con ánimo de frenar los ataques de la
caballería.
A estas alturas, mi exasperado lector malasombra estará sin duda
recriminándome que me haya dedicado a hablar de castañas en lugar de hacerlo sobre
la candente actualidad política.
No se da cuenta de que eso es precisamente lo que he hecho.
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