Entrada al campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau |
Hace diez años escribí un artículo dedicado al sesenta
aniversario de la liberación de Auschwitz. Hoy, que se cumplen setenta años de
aquella liberación, vuelvo a escribir o más bien a reescribir aquel artículo.
En la mañana
del 27 de enero de 1945, las tropas rusas entraron en el complejo de campos de
concentración y de exterminio de Auschwitz, situados en la localidad polaca de
Oswiecim, a escasos cuarenta kilómetros de Varsovia. En el principal de ellos,
Auschwitz-Birkenau, apenas encontraron unos pocos miles de supervivientes entre
montañas de cadáveres a medio desenterrar. El recuerdo que quedó más firmemente
asentado en la memoria de aquellos soldados rusos que llevaban meses haciendo
la guerra sin descanso y que, por tanto, no debían oler precisamente a ámbar,
fue el del hedor que emanaba del campo: la pestilencia de la muerte. Hoy,
Auschwitz-Birkenau es un Museo dedicado a la memoria de uno de los horrores más
grandes creados por el hombre. De quienes visitan Auschwitz se puede decir casi
lo mismo que la escritora francesa Charlotte Delbo, liberada en Auschwitz,
escribió acerca de quienes estuvieron presos entre sus alambradas: ellos
esperaban lo peor, pero nunca esperaron lo inconcebible.
Siempre me ha
inquietado la palabra Auschwitz porque me lleva indefectiblemente al
desconcierto. Me pregunto cómo los hombres pudieron hacer todo aquello a otros
hombres; y cómo pudieron hacerlo habiendo nacido donde también lo habían hecho
quiénes fueron capaces en otro tiempo e incluso en aquellos mismos instantes de
crear la música más armoniosa y delicada (Mozart, Bethoven o Strauss),
de concebir los pensamientos más profundos (Kant, Nietzsche o Heidegger),
de escribir la poesía más bella (Schiller, Heine o Rilke)
y de contar las historias más hermosas y sugestivas (Goethe, Zweig
o Hesse). Alguien decía, simplificando en exceso, que sólo la morralla
más inculta de aquella sociedad pudo ser capaz de exterminar a hombres, mujeres
y niños, a familias enteras, a toda una raza, en los campos de Auswchwitz,
Treblinka, Sobibor, Chelmno o Mauthausen. Pero éso es, en efecto, simplificar
demasiado. Mauthausen se encuentra a unas pocas decenas de kilómetros de Viena,
la ciudad más hermosa del mundo y el paradigma de la cultura y de la sensibilidad
del hombre hacia las artes y la belleza. La mayoría de los asistentes a la Conferencia
de Wannsee celebrada en Berlín en enero de 1942, en la que se decidió la
Solución Final a la cuestión judía (Endlösung), o sea la aniquilación de
la raza, eran titulados por las más prestigiosas universidades de Europa,
juristas, médicos, ingenieros.
Si aquella
barbarie hubiera sido el fruto de unas cuantas mentes desequilibradas, de un
puñado de locos o de unos miles de maníacos homicidas, podríamos dormir casi
tranquilos. Pero no fue así. Todos los ingredientes que se dieron en aquel
momento y en aquellas circunstancias pueden darse de nuevo en cualquier lugar y
circunstancia, en cualquier tiempo. Y de hecho se dieron antes y después de
Auschwitz. Por si no lo saben, a los españoles nos cabe el dudoso honor de
haber puesto en marcha los primeros campos de concentración de la historia de
la humanidad. Por unos meses tan sólo, es cierto, les ganamos la partida a los
ingleses, que los copiaron en Sudáfrica durante la guerra anglo-bóer. Fue en
Cuba, en 1898, y fueron creados con el fin de concentrar en ellos a la
población rural y evitar así que prestaran apoyo a la insurgencia
independentista. Ha habido campos de concentración en China, en Turquía, en la
Unión Soviética, e incluso en Estados Unidos, en los que la población japonesa
fue recluida durante la Segunda Guerra Mundial. Y ha habido campos de
exterminio en Rwanda, en Camboya y en Kosovo. Y los está habiendo, con ligeras
variaciones de formato, en muchos países infectados por el fundamentalismo
islámico.
Lo más horrible
de Auschwitz es que los hombres que lo idearon y lo hicieron funcionar eran
como usted y como yo, querido lector, y como aquél que cruza en este momento
frente a su puerta. A lo sumo, a diferencia de usted y yo, fueron hombres y
mujeres plenamente convencidos de que su idea del mundo era mejor que la de los
demás, de que su nación era superior a las demás naciones, de que su proyecto
nacional incluía las tierras de otros y de que esos otros, los que no fueran
como ellos, debían ser excluidos y finalmente exterminados. Pero también fueron
necesarias para ello gentes que actuaran con la mentalidad burocrática de
quienes sirven al poder de manera ciega y profesional, gente que “cumplía
órdenes”, en lo que Hannah Arendt
denominó “la banalidad del mal” en su libro Eichmann
en Jerusalén.
Hoy, Auschwitz
es el símbolo de la Shoah judía, del
Holocausto, pero también de la maldad absoluta aunque limitada en apariencia a
aquel lugar maldito y aquel tiempo atroz, pero no me engaño. Mi miedo es que siempre hubo y siempre habrá un Auschwitz.
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