Vivimos en un mundo complejo, qué
duda cabe. Lejos quedan aquellos tiempos en que los problemas se resolvían de
manera sencilla como, por ejemplo, la fuerza. En un conflicto siempre ganaba el
más fuerte, y eso fue así hasta que llegó David con su honda y demostró que era
posible que no ganara el más fuerte sino el más listo. Esta afirmación no deja
de ser en sí misma una simpleza, pues en la historia hay cientos de paradigmas
de esto y de todo lo contrario, pero lo cierto es que la pedrada en la frente a
Goliat, el campeón de los filisteos, acabó con la regla más sencilla de todas,
y a partir de ahí empezaron tiempos nuevos. La complejidad de esta, en
apariencia, sencilla afirmación radica en la dificultad que entraña distinguir
entre el listo y el pillo. Si volvemos al supuesto del joven David, habremos de
reconocer que, amén de la inteligencia que opuso a la fuerza bruta de Goliat,
hubo mucho de pillería, pero también otro tipo de fortaleza, la que deriva de
la superioridad de los medios empleados o, lo que es lo mismo, de la tecnología
disponible. La enorme y afilada espada de Goliat era un arma mortal para quien
se encontrara a menos de cinco metros del gigante, pero la humilde honda del
pastor israelita demostró serlo también para quien estuviera a más distancia.
Inteligencia, habilidad, pillería, medios técnicos, el miedo a la derrota, todo
ello se concertó contra la fuerza bruta del campeón filisteo, cegado por la
soberbia de quien se cree superior y, por lo tanto, invencible.
Hoy,
que estamos en un acentuado tiempo preelectoral, podríamos hablar también de la
vieja historia de David y Goliat, encarnados ambos contendientes por los
distintos partidos políticos. En el papel de Goliat tenemos, claro está, a los
gigantescos partidos institucionalizados, PP y PSOE e, incluso, a IU y CIU, seguros
hasta hace bien poco de su fortaleza y sabedores de que sus armas,
especialmente su implantación territorial y sus medios económicos, los hacen
mortíferos en la distancia corta, o sea, en el corto plazo. Enfrente hay varios
jóvenes davides que responden al nombre de Podemos, Ciudadanos y UpyD, entre
otros, cuyas armas son básicamente su desconcertante transversalidad, que les
permite capitalizar la indignación y el hartazgo de millones de ciudadanos antiguos
votantes de los partidos institucionalizados, una mayor libertad en la
formulación de propuestas y su mayor familiaridad con los nuevos lenguajes.
Estas armas son mortales en distancias mayores, esto es, en el medio y el largo
plazo.
Ambos,
David y Goliat, saben que lo que sabemos todos, que la batalla se centra en dos
cuestiones a las que todos deberán dar respuesta: renovación
y regeneración. La cualidad de ambas
es que ninguna vale sin la otra. La renovación es un concepto más bien físico:
se trata simplemente de sustituir viejas caras por caras nuevas, de rebajar la
media de edad de los candidatos y de estilizar y actualizar la imagen y las
señas de identidad en una especie de lifting político. Todos los partidos
institucionalizados lo han hecho en mayor o menor medida, empezando por sus
líderes. Gente joven para un tiempo nuevo, que dijo el Rey en su primer
discurso. Incluso hay quienes se han pasado de dosis, como el PSOE e IU,
mientras que otros como el PP y CIU se han quedado cortos. Los pequeños davides
lo tienen más fácil, pues casi todos llegan de nuevas a la arena política, pero
no se engañen: también entre ellos habrá caras viejas que busquen acomodo.
La regeneración, por el contrario, es una cuestión
mucho más profunda y compleja, pues afecta al comportamiento de las personas,
al mensaje y a la palabra: se trata de cambiar los modos y maneras, de corregir
desviaciones, de provocar nuevas sinergias, de modificar los contenidos y de diseñar
nuevos objetivos, de definir un nuevo marco de convivencia, de ofrecer mayores
cotas de libertad individual y colectiva, de democratizar las propias
estructuras internas, de suprimir los elementos del sistema político que
lastran su funcionamiento, de restituir sus valores morales a una sociedad
inmoralizada y desmoralizada, de
reintegrar el protagonismo a los ciudadanos, hoy secuestrado por lo que algunos
llaman “la casta”, de suprimir sus privilegios, de eliminar lo superfluo y de
concentrar el esfuerzo en lo básico, de poner el Estado al servicio de los
ciudadanos y no al revés, de reformar una justicia que resulta especialmente
gravosa para el inocente y excesivamente liviana para el delincuente, de
establecer un sistema justo que premie el esfuerzo y, tal vez, sueño con ello, de simplificar un
poco el mundo en que vivimos.
Dije
antes respecto a la renovación y la regeneración que ninguna vale sin la otra,
pues de nada sirve cambiar las caras si el mensaje sigue siendo el mismo y de
poco sirve un mensaje nuevo si los llamados a ponerlo en práctica son quienes
permanecen prisioneros del viejo. Así pues, David y Goliat deberán cuidarse de
las dos cuestiones para obtener nuestra confianza.
¡Ah! Se me olvidaba decir que para que la honda sea eficaz sobre la espada hace falta que, además de todo lo dicho, David tenga puntería y que Goliat no se mueva mucho. Si acierta, la pedrada va a ser histórica. Pero si falla el tiro, se acabó la historia.
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