(Artículo publicado el 6 de enero de 2015 en el diario La Opinión de Murcia) |
Me resulta sorprendente que la Mañana de
Reyes (la pongo así, con mayúsculas, porque se trata de una mañana singular y
única, que debiera ser declarada Patrimonio Inmaterial de la Humanidad) no haya
sucumbido aún a los envites de la Conjura del Relativismo, ésa que pretende que
no haya verdad absoluta alguna, incluida la Verdad Absoluta que se escribe con
mayúsculas. Para la Conjura todo es relativo, todo es mutable, todo es opinable
y todo es circunstancial, y depende del momento, de la situación y, en último
término, del propio individuo que, de este modo, se convierte en el auténtico
ombligo del mundo. A mí me preocupa mucho ese descreimiento porque, como decía
mi querido e inagotable Chesterton,
“el problema de que el hombre haya dejado de creer en Dios, no es que ya no
crea en nada, sino que está dispuesto a creer en cualquier cosa”. Y así,
habiendo dejado de creer en el Dios del cielo, caídos en el error de que los
conceptos de Dios y de cielo son relativos, muchos de los conjurados creen firmemente
en el primero que se les acerca ofreciéndole un paraíso socialista en la
tierra, lo que no deja de ser una gran paradoja.
Cierto
que la Mañana de Reyes tienen a un gran aliado precisamente en quien no cree en
otra cosa sino en la ley de pérdidas y ganancias. Me refiero al dios del Comercio,
que manipula interesadamente los afectos y los sueños de la gente para vender
más perfumes, más videojuegos y más corbatas y bufandas. La Mañana de Reyes,
como el Día de la Madre y el del Padre, goza de la codiciosa protección del comercio
y, sin embargo, nada tiene que ver con ellos. Mientras que los Días del Padre y
de la Madre no dejan de ser inventos artificiosos que se apoyan en las figuras
entrañables de la madre y del padre, la Mañana de Reyes tiene su asiento
firmemente anclado en lo único que renueva al mundo cada año, cada mes y cada
día: en los niños. La Mañana de Reyes se basa a un tiempo en una mentira
absoluta y en una absoluta verdad. Todos sabemos que los Reyes Magos no existen
del mismo modo en que todos confiamos en que realmente existan. Y en esta
paradoja, sólo los niños, durante unos pocos años de su vida, conocen la respuesta
correcta.
En
la Mañana de Reyes pueden ver esa respuesta en sus ojos, algo legañosos y faltos
de sueño, que atisban impacientes por una rendija del salón en el que la noche
anterior dejaron sus zapatos, limpios y lustrados, dispusieron agua y algunas verduras para los
camellos y colocaron en una bandejita tres copas de anís y algunos dulces de
navidad para los Tres Reyes. Da igual lo que les aguarde detrás de la puerta,
si muchos o pocos regalos, si valiosos o sencillos, siempre son obsequios
hechos con amor y recibidos con los ojos brillantes de la ilusión.
Es
posible que todo esto no sean más que cuentos chinos como afirma la Conjura del
Relativismo, que engañar a los niños sea muy perjudicial para el desarrollo de
su personalidad y para la auto afirmación del ego y que lo deseable es que todos
los niños se hagan hombres hechos y derechos a los siete minutos de haber
nacido, que conozcan la realidad de la vida pero, eso sí, que crean que las
hamburguesas que comen casi a diario caen del cielo como el maná (en el que no
deben creer, por supuesto) y no que proceden de animales sacrificados para
comer su carne. Realidad sí, pero realidad políticamente correcta. Todo eso es
posible, pero lo es aún más que cada año, en la Mañana de Reyes, se produzca,
no ya un gran milagro, sino miles de millones de esos pequeños y sencillos
milagros en que los niños acostumbran a creer. Para creer en esos milagros
únicamente hace falta ablandar un poco el corazón.
De
alguna manera lo dejó escrito Cherterton, aquel niño grande, en Ortodoxia: “Todo el que no deja que se
ablande su corazón, tendrá que sufrir que se le reblandezca el cerebro”.
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