(Artículo publicado un ardiente 28 de julio de 2015 en el diario La Opinión de Murcia) |
Los
dedos, chorreantes de sudor, me resbalan en el teclado. Las neuronas,
recocidas, chisporrotean inútilmente en el cerebro recalentado. El aire
acondicionado, desesperado, ha tirado la toalla. A mi alrededor todo parece
desplomarse, derretido por la luz incandescente. El único que asciende,
triunfante y enrojecido, es el termómetro, que alcanza los cuarenta y cuatro
grados de vellón. Las palabras se evaporan y las ideas se resisten a salir de
la penumbra engañosamente fresca del cerebro. Se me ocurre pedir ayuda al
ministro de Cultura como lo hiciera aquel agricultor de Lorca a Ricardo de la Cierva, de visita en la
Ciudad del Sol. Mire usted, señor ministro, le dijo, a ver si puede hacer algo
con los malos olores de la curtidurías. No veo yo que tengo que ver con ese
problema medioambiental siendo como soy ministro de Cultura, le respondió
razonablemente don Ricardo. Pues eso mismo, le respondió el agricultor, que con
esta peste no se puede ni leer.
Pues
eso mismo le digo yo, señor ministro de Cultura, que con este calor no se puede
ni escribir. En la Gran Vía de Murcia hay dos aceras: la nuestra y la de los
guiris. Por la de la derecha en sentido descendente, a eso de las dos y media
de la tarde, caminamos los castellanos en fila india prisioneros de la delgada
línea de sombra. Sólo los más galantes, lo confieso, ceden a las señoras la
línea de sombra con grave riesgo de su vida. Por la acera de enfrente, la de la
izquierda, la de Mordor, únicamente se a ve a algunos turistas a punto de
perecer. ¡Corred, insensatos!, clamaba Gandalf ante el demonio de fuego,
mientras el látigo ardiente se enroscaba en su pierna.
Me
pregunto qué pecado hemos cometido los murcianos para cargar con esta
penitencia, pues ni hemos matado a Rey alguno, ni a pesar de nuestro gentilicio
pertenecemos al gremio de los murcios, ladrones en el lenguaje de germanías, ni
somos por tanto herederos de Caco, aquel gigante mitológico, mitad hombre y
mitad sátiro, que robó a Heracles los rebaños de bueyes de Gerión. Los
murcianos, por serlo, somos tan inocentes como los esquimales y, sin embargo,
ardemos cada mes de julio en las penas del infierno. El murciano es ese ser
humano que al bajar por la Gran Vía entra por una puerta de El Corte Inglés y sale por la otra sin
comprar nada, como antes atravesaba la Catedral sin ir jamás a misa. Tal vez
sea eso, que hemos perdido la viejas costumbres, lo que nos hace presa fácil
del calor.
A.A.A.,
esto es, antes del aire acondicionado, no existían las grandes avenidas, sino
las callejas oscuras y serpenteantes, sombreadas y cazadoras de la escasa brisa
de levante, por las que se podía transitar casi a cualquier hora del día. Las
ventanas de las casas permanecían abiertas durante la noche y se cerraban al
comienzo de la mañana para atesorar el aire fresco de la madrugada. Luego, se
echaban los postigos o contraventanas y se mantenía la habitación en penumbra
todo el día. Un abanico o un ventilador y un botijo lleno de agua bautizada con un chorrico de anís
seco completaban el equipamiento de supervivencia del murciano. Eso y quedarte
en calzoncillos.
Hoy, el aire acondicionado es el rey del mambo y
su uso constante ha sustituido los viejos ingenios. Sólo hay vida junto al
chorro de aire helado y seco de un acondicionador, pero no todo el monte es
orégano. De vez en cuando el aire acondicionado se estropea y el cuerpo, que ha
perdido su capacidad natural de adaptarse a las altas temperaturas, se queda indefenso
ante el látigo ardiente del Balrog. Las ventanas y balcones de PVC ya no tienen
postigos que entornar y el gasto de energía se ha multiplicado por mil para
gozo de las compañías eléctricas. Y las calles, aquellas viejas y estrechas calles,
oscuras y refrescantes, se han convertido en un infierno merced al aire
sofocante que expulsan las rejillas de salida de los dichosos aparatos. El
calor de hoy no es como el de ayer, sino mucho peor.
Y ni siquiera nos queda el botijo, mi querida Ilsa
Lund.
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