(Artículo publicado el 20 de octubre de 2015 en La Opinión de Murcia)
Aunque el axioma matemático
afirme que “el orden los factores no altera el producto”, lo cierto es que sí,
que lo altera. Eso ocurre al menos en el uso de los adjetivos. Como verán, no
es lo mismo decir “los fieles lectores”, lo que refiere a la totalidad de los
lectores a quienes se piropea, que decir “los lectores fieles”, que excluye a
quienes no lo son. Digo esto porque, tras un paréntesis de varios meses sin
asomarme a estas páginas, la constatación de que aún conservo algún que otro
lector fiel ha conseguido sacudirme la pereza y ahuyentar mi miedo natural ante
un folio en blanco.
El
otro día me puse a escribir de nuevo. Intenté hacerlo acerca de alguno de los temas
de la actualidad política que nos tienen
tan entretenidos, pero no pude. No puedo escribir sobre temas políticos, y no
puedo hacerlo porque realmente no sé qué decir. ¿Que ha quebrado el bipartidismo
en España?, ¿Y qué más da? Yo he vivido en el monopartidismo y aquello se lo
llevó el viento de la democracia. ¿Que eso tan manido de la “España unida en la
diversidad” no es más que una interpretación eufemística de la república
federal? ¿Y qué? También he vivido en una dictadura monolítica y en una
monarquía parlamentaria y, a caballo de ambas, en una España desunida, de manera
que me gustaría experimentar antes de que se me acabe el tiempo si esa
desunión encuentra remedio en el modelo federal, sea republicano, sea
monárquico al estilo del Reino Unido, me da igual. Y así.
Y
ahí estaba yo, bloqueado porque no me apetecía escribir acerca de nada de esto,
cuando vino en mi ayuda mi inestimable doctor Antonio Frey con una preciosa anécdota que se cuenta de Franz Kafka. Como en todas las
anécdotas, hay en ésta algo de verdad y algo de ficción. Un año antes de su
muerte, se encontraba Kafka paseando por el parque Steglitz, en Berlín, cuando
encontró a una niña que lloraba desesperada: había perdido su muñeca. Para
consolarla, Kafka le dijo que seguramente la muñeca no se había perdido, sino
que se había marchado de viaje. Cuando la niña le preguntó cómo sabía eso,
Kafka le aseguró que había recibido una carta de la muñeca y que se la
mostraría al día siguiente. A partir de ese momento y durante un par de
semanas, Kafka se convirtió en el cartero de la muñeca. Cada día se acercaba
con una carta distinta, enviada desde diferentes ciudades, y la leía a la niña.
Hasta que llegó el final inevitable, pero, cuando llegó, la niña y su tristeza
por la pérdida ya eran otras. Kafka decidió entonces que la muñeca se casaría.
En una última carta la muñeca se lo cuenta a la niña y le escribe: “Tú misma
comprenderás que en el futuro tendremos que renunciar a vernos”. El doctor Frey
apostilla la historia con una sentencia: la omnipresencia de la pérdida y el
retorno del amor.
Este
cuento me hizo recordar un libro olvidado en mi biblioteca: Cartas a Milena. Se trata de una
colección de cartas que Kafka escribió a Milena
Jesenská, una escritora y traductora checa que, pese a no ser judía,
moriría en 1944 en el campo de concentración de Ravensbrück. A través de sus
cartas, Kafka mantuvo con Milena, con la que se vio apenas dos veces en Viena y
en Gmund, una relación apasionada y espiritual. Para el autor de La Metamorfosis, El Castillo y El Proceso,
el amor era todo eso, un cambio vital, un laberinto, una prisión, un eterno
retorno.
He
releído las Cartas a Milena y de ellas me quedo con alguna que otra frase:
“He
advertido, de pronto, que en realidad no recuerdo su rostro en detalle. Sólo
creo ver aún su figura, su vestido, mientras se alejaba entre las mesas
del café."
“Busco
un mueble bajo el que esconderme, tembloroso y casi inconsciente, rezo en un
rincón para que tú, que entraste como una tromba en esa carta, salgas otra vez
por la ventana, porque no puedo albergar una tempestad en mi habitación.”
“Y,
pese a todo, pienso a veces que, si es cierto que se muere de felicidad, eso
tiene que ocurrirme a mí. Y si un ser destinado a morir puede prolongar su vida
gracias a la felicidad, yo seguiré viviendo.”
Claro
que en el amor de Kafka, tan asfixiante a veces, también cabía el humor, pues
humorística es esta referencia a los gordos que me reconforta doblemente y con
la que me despido de ustedes, mis lectores fieles:
“¿Acaso
usted no sabe que sólo los gordos son dignos de confianza? Sólo en esos
recipientes de paredes gruesas se cocina todo a punto; sólo esos capitalistas
del espacio están protegidos de las preocupaciones y de la locura —en la medida
en que puede estarlo un ser humano— y pueden dedicarse con serenidad a sus tareas; y, como dijo alguna vez alguien, sólo ellos son útiles en toda la tierra como
ciudadanos del mundo, pues en el Norte dan calor y el Sur dan sombra.”
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