Paseando por los bosques de Wellenstein con mi hija Pepa |
A pocos kilómetros de Schengen,
siguiendo el curso del Mosela, hay un pueblecito rodeado de viñas llamado Wellenstein en el
que pasé un verano hace unos años. Está en la orilla luxemburguesa del río y cuenta
apenas con trescientos habitantes, un bar que abre unas horas por la tarde, una
iglesia solitaria casi engullida por la yedra, una fuente de agua helada y
transparente como el cristal y, en una curva del camino, una pequeña hornacina,
de esas que tan frecuentes son en la vieja Europa católica, que alberga una
imagen de la Virgen María. En las varias semanas que estuve allí nunca ví que
le faltaran flores frescas, ni tampoco ví a quien las ponía.
En el
pequeño pueblecito no había establecimiento comercial alguno, con dos únicas excepciones:
una era la tienda de las Caves Cooperatives des Vignerons du Wellenstein, en la
que podías adquirir unas cuantas botellas de Riesling, ese delicado vino dorado
del Mosela que me recuerda tanto al Albariño, y algunas copas de pie blanco y
vaso verde en las que tradicionalmente se bebe el vino; la otra era,
sorprendentemente, un restaurante chino de excelente calidad que sin duda se
nutriría de clientes de toda la comarca, del que Isabel, mi mujer, siempre pletórica de sentido común y tan poco
amiga como yo de los restaurantes chinos, dijo que debía ser muy bueno si los
vecinos, tan europeos ellos, habían consentido que permaneciera abierto. Siempre
he sospechado de los restaurantes chinos por un par de hechos ciertos: que
apenas generan basura y que, además, no suele haber gatos en sus inmediaciones,
hecho éste, que siendo bien pensado, no es más que una consecuencia del
primero. La comida china y en general toda la cocina oriental aprovecha todo lo
comestible que, como nuestras abuelas también sabían, es casi todo. Uno de mis
primeros descubrimientos, hace ya algunos años y gracias a Iwao Komiyama, fue lo sabrosa que resulta la parte verde de la
cebolleta, ésa que antes tirábamos sin piedad a la basura. Con ellos, con los
cocineros chinos y japoneses, aprendimos a picar las partes menos nobles de las
verduras que antes desechábamos. Ellos han sido sin duda los maestros de esa
ciencia tan de moda hoy y tanto tiempo olvidada que es el reciclaje de
alimentos. Por eso, los restaurantes chinos apenas generan basura y eso explica,
además, que no haya gatos cerca.
También
tiene Wellenstein su pequeño cementerio, cercado con un murete bajo de piedra y
con una cancela herrumbrosa que carece de llave. A diferencia de los de aquí,
que se ven obligados a defender a los muertos frente a los vivos, los
cementerios de la vieja Europa están siempre abiertos. Muchos se sitúan en las
inmediaciones de la iglesia, en el prado que la rodea, pero el de Wellenstein
está un poco más alejado. Como es un pueblo pequeño hay apenas unas pocas
docenas de tumbas, pero las fechas de los enterramientos abarcan muchos años.
Hay tumbas de muertos de casi todas las guerras que han asolado el centro de
Europa, muy especialmente de la Gran Guerra, aquella que se libró en las trincheras
cuyas cicatrices aún pueden apreciarse en esa tierra fronteriza, en parte
francesa y en parte alemana. Ya he escrito alguna vez sobre ese río, el Mosela,
afluente del Rhin al que se une en Coblenza, que significa precisamente
confluencia, un río que una vez fue frontera y que hoy es uno de los símbolos
de la unión de Europa.
Pues
bien, en aquellas tierras verdes, en aquellas laderas pobladas de viñedos, en
aquellos bosques que esconden pueblecitos como Wellenstein y que he recorrido
en numerosas ocasiones, una de las cosas que más me ha llamado la atención ha
sido la devoción a la Virgen María expresada en esas humildes hornacinas que
jalonan los caminos. La imagen de la Virgen, respetada, libre de vandalismos y
siempre rodeada de flores frescas, aborda al viajero y le invita dulcemente a
detener su marcha un par de minutos para dar gracias a Dios.
Estamos
en el mes de mayo, mes que el mundo católico dedica tradicionalmente a la
Virgen María, y tal vez por ello me ha venido a la cabeza el recuerdo de
aquella imagen de la Virgen en Wellenstein, cobijada en su hornacina al pie del
camino, de la fe sencilla que revelaba.
Algo
más que un recuerdo.
(Artículo publicado el 5 de mayo de 2015 en el diario La Opinión de Murcia)
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