Hay aconteceres de la vida que nos rompen el
alma en cuatro pedazos, la muerte de un amigo, por ejemplo. Entonces, el alma
se recompone lentamente, trozo a trozo, con la ayuda y el consuelo de la fe o
con la resignación humana frente a lo inevitable, hasta llegar a parecer la que
era, pero sólo a parecerlo. El alma queda llena de arañazos irreparables e
incluso cruzada por grietas y heridas que nada ni nadie pueden restañar. Pasado
un tiempo, la vida sigue.
En otras ocasiones lo que se
quebranta es la imagen idealizada que tenemos de algo o de alguien, como cuando
viajas por vez primera a una ciudad de la que crees conocer cada calle y cada
rincón gracias a la literatura o al cine y que, cuando la pisas realmente,
descubres sin embargo que ni huele, ni suena, ni palpita como pensabas que lo
haría. Mucha culpa de esto la tiene la publicidad, en estos tiempos en que,
como decía el otro día José Varela
Ortega -quien soporta con estoicismo gallego que lo estemos comparando
permanentemente con su ilustre abuelo, José
Ortega y Gasset-, progresamos de la imagen a la
palabra y no de la palabra a la imagen como venía siendo lo natural. Ves un
pastel en el escaparate de una confitería y, como cuando eras niño, te imaginas
los sabores y aromas que posee, las diferentes tonalidades de dulces, desde el
ligero dulzor del bizcocho hasta intenso azucarado de la glassé, la textura
crujiente de la almendra o del coco picados, la untuosidad de la mantequilla o
la liviandad de la gelatina, y todo ello para descubrir un minuto después,
cuando te lo llevas a la boca, sólo el dulce intenso, algo metálico y
artificial de los edulcorantes industriales.
Ocurre igual con las personas, sobre todo con
aquéllas de las que tienes una idea configurada por datos externos, como pasa con una persona pública o famosa, de la admirabas su simpatía y locuacidad para
descubrir, el día que tienes la desgracia de conocerla, que es un ser taciturno
y engreído, o un pobre infeliz con el que apenas puedes hilvanar dos frases en
una conversación. O con aquella persona de la que tienes únicamente referencias
muy superficiales, como ésa con la que te cruzas cada día sin cambiar apenas
una mirada, y de la que, sin embargo, te has construido una historia llena de
conjeturas. Y ocurre también con muchos a los que creías conocer bien que,
llegado el momento de la adversidad o de la buena fortuna, o te abandonan como
antes no lo hacían, o te persiguen como jamás lo hubieran hecho.
De lo que hablo es de la
fragilidad de las cosas y, muy especialmente, de las personas, de su imagen
rota y de los sueños quebrados, de cómo hacemos esfuerzos denodados para
restituir la imagen a su estado anterior y de cómo fracasamos siempre en el intento.
Los japoneses tienen la creencia
de que cuando alguna cosa ha sufrido un daño adquiere una historia personal y
única que la hace más hermosa. Por eso, para reparar la cerámica fracturada
aplican un técnica tradicional de restauración llamada Kintsugi o Kintsukuroi, que
significa “carpintería o reparación de oro”, para lo que agrandan la fractura y
la rellenan con un barniz de resina espolvoreado o mezclado con polvo de
oro, plata o platino. La pieza así restaurada no trata de replicar el aspecto intacto
de la cerámica nueva ni de ocultar o disimular los daños, sino que los resalta
ennoblecidos con el oro o la plata para transformarla otra vez, eso sí, en algo
completo. El Kintsugi celebra la
dialéctica entre la totalidad y la fragmentación, descubre y realza la belleza
de lo roto, de lo quebrado, pone de relieve la historia única y singular de ese
vaso o de ese jarrón troceado que, sin embargo, renace a la vida como una pieza
completa pero estéticamente transformada. Tan singular es la restauración, tan
personales sus resultados, que las piezas así reintegradas son con frecuencia
más valiosas que los ejemplares intactos.
El
Kintsugi es también la fórmula
magistral de la eterna juventud. Una vasija quebrada y recompuesta con lañas de
alambre o con un mal adhesivo siempre será una vasija vieja, pero si sus cicatrices
la cruzan recubiertas de oro, la vasija ya no es vieja, sino joven, ya no es
fea, sino que se ha transformado en una obra de arte. Y así ocurre con las
personas. Las cicatrices forman parte de nosotros, frágiles piezas de cerámica,
y a través de ellas se puede leer la vida de cada uno. Aquél que no deja que
sus cicatrices se queden en viejos costurones sino que las transforma en
vetas de oro, ése permanece eternamente joven y eternamente bello.
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario