martes, 1 de julio de 2014

Jóvenes o viejos, lo que importa es que cacen ratones

París, mayo de 1968

(Artículo publicado el 1 de julio de 2014 en el diario La Opinión de Murcia)


La abdicación del Rey Don Juan Carlos en su hijo Don Felipe no ha sido simplemente una cuestión sucesoria materializada al amparo de las previsiones constitucionales. Habría sido eso si Don Felipe hubiera sucedido a su padre muerto. “A Rey muerto, Rey puesto”, dice el sabio refranero para referirse a la sucesión “natural” en la Corona. Una sucesión cuyo única causa es el fallecimiento del Rey, esto es, un motivo fisiológico; en la que no cuenta la voluntad del finado salvo que se suicide, lo que no ha ocurrido nunca que se sepa; ni cuenta la voluntad de ningún otro otro, salvo que asesinen al Rey o le corten la cabeza, lo que ya no se estila; y a la que resulta ajeno cualquier ejercicio valorativo de las circunstancias sociales y políticas que rodean la sucesión. Por el contrario, la abdicación es un acto voluntario del Rey, quien además lo justifica como le parece oportuno. Eduardo VIII, Rey del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte y de sus Dominios de Ultramar, Rey de Irlanda y Emperador de la India, abdicó a los pocos meses de ser coronado en su hermano Alberto para casarse con Wallis Simpson, una norteamericana divorciada muy poco del gusto de la la sociedad británica de aquel entonces. Para él fue creado el título de Duque de Windsor que, tras su muerte en 1972, quedó extinto. Eduardo de Windsor abdicó, pues, por amor.
                Juan Carlos I podría haber abdicado por amor a España aunque no lo ha dicho así. Lo que afirmó, en cambio, es que se había hecho necesario un relevo generacional, que personalizó en su hijo Don Felipe, para llevar a cabo las transformaciones y renovaciones demandadas por la sociedad de hoy, una sociedad inmersa en una gravísima crisis moral, social, económica y política. Ese mismo fue el mensaje troncal del nuevo monarca: una monarquía renovada para un tiempo nuevo.
                El relevo generacional se nos aparece en el discurso de ambos reyes como la respuesta que los tiempos demandan. Es exactamente el mismo argumento con el que ha sido justificada esa otra abdicación, si bien ésta en las bases del PSOE, que ha protagonizado Alfredo Pérez Rubalcaba, antaño diablo emplumado y hoy a punto de subir a los altares. No soy el único que piensa que ambos relevos vienen motivados por un mismo virus que, como todo virus que se precie, se ha cebado primero en los organismos más debilitados, en este caso la Corona y el PSOE, pero que luego lo hará sin misericordia alguna en otros aparentemente más sanos que duermen su siesta bajo la higuera. El virus se llama Podemos y no es más que una mutación del viejo virus del populismo. Podemos es una formación política polarizada en torno a un joven profeta llamado por una de esas sospechosas coincidencias de la vida Pablo Iglesias, que cuenta con un doctrinario que cabe en un folio y que consiste básicamente en dar la vuelta a la tortilla.
Sin embargo, si el relevo generacional habido en la Corona, así como el que se ha puesto en marcha el PSOE , no es más que la sustitución física de un viejo de fuerzas agotadas por un joven pleno de vigor y energía, entonces el relevo no es más valioso que cualquier otro crecepelo milagroso. Es cierto que, además de las fuerzas renovadas, el joven aporta un elevado índice de osado idealismo que le permite acometer retos que habían vencido al viejo una y otra vez, y que el joven ha sido entrenado en la nuevas técnicas y en los nuevos lenguajes de los nuevos tiempos. Pero no es menos cierto que el relevo generacional, así considerado, sin más, no es más que la ley de la selva hecha precisamente para que la selva siga siéndolo. El relevo generacional sin ideas nuevas y sin un nuevo proyecto de vida no es sino la perpetuación fisiológica del modelo en crisis.
Pondré dos ejemplos de lo que digo.
El primero es aquel movimiento de rebeldía protagonizado por jóvenes franceses de izquierdas en mayo de 1968. Los cambios culturales, el agotamiento del modelo político y económico surgido tras la Segunda Guerra Mundial, el fin del colonialismo y los movimientos expansivos del comunismo en Europa y en America Latina, prendieron fuego al idealismo de los jóvenes que, con consignas como Il est interdit d’interdire (Prohibido prohibir), L'ennui est contre-révolutionnaire (El aburrimiento es contrarevolucionario), Soyez réalistes, demandez l'impossible (Sed realistas, pedid lo imposible), o el más conocido tal vez de L’imagination au pouvoir (La imaginación al poder), provocaron un cambio muy profundo en la sociedad de su tiempo. Pero detrás de los jóvenes y de sus eslóganes estaba el pensamiento como motor del cambio, estaban los pensadores y los poetas,  Marcuse y Sartre, Lennon y Dylan, las nuevas ideas: “Sólo gracias a aquellos sin esperanza nos es dada la esperanza, afirmaría Herbert Marcuse en El hombre unidimensional.
El segundo lo abandera un hombre viejo que, sin embargo, está provocando uno de los cambios más profundos de la historia: el renacimiento de la Iglesia Católica y su adaptación, que no deja de ser traumática, a los nuevos tiempos y a las nuevas gentes. Y curiosamente, este relevo generacional lo protagoniza un “joven” de ochenta años llamado Francisco, que se sustenta en novedosas ideas escritas hace dos mil años en los Evangelios, en las viejas y siempre actuales ideas de un Dios revolucionario hecho hombre.
Lo que vengo a decir es que no hay esperanza en un relevo generacional sin ideas, como no la hay en una revolución sin alternativa. Dicho de otra manera, que el relevo generacional lo puede hacer un joven de ochenta años, mientras sea joven, y que las ideas pueden ser tan viejas como las del Evangelio, mientras sean nuevas.

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