(Publicado en La Opinión el 29 de diciembre de 2014) |
Querida Majestad:
Desde
hace unos años mi familia y yo pasamos la Nochebuena sin encender la televisión,
lo que resulta muy saludable. Ya sé que es un comportamiento atípico e incluso
insociable y políticamente incorrecto, que dirían algunos, pero ocurre que la Nochebuena
es un momento especialmente señalado para vivirlo en familia, lo que
necesariamente excluye a presentadores, cantantes, humoristas, anunciantes,
políticos, actores y demás faranduleros que la caja tonta se empeña en
introducir en nuestras vidas cada minuto del año sin que hayan sido invitados.
Lamentablemente, Majestad, eso le incluye a usted y a su Mensaje de Navidad (no
desde luego en la categoría de farandulero, sino en la de alguien ajeno a la
familia que se sienta en torno a la mesa navideña), de manera que esa Noche no
pude ver su imagen ni escuchar sus palabras. Sin embargo, nada me impidió
hacerlo al día siguiente.
Todos
sabíamos que se trataba de un discurso muy importante al ser el primer Mensaje
de Navidad del nuevo Rey. También concurría una circunstancia que le añadía un
punto de interés: la situación de su hermana Doña Cristina. Tenía su Majestad muchos temas importantes encima de
la mesa: la crisis económica, cuyas consecuencias son aún muy gravosas para
muchos españoles, la desconfianza hacia sus instituciones, la corrupción y el
descrédito de la clase política, la unidad de España amenazada por la aventura
soberanista de Cataluña, la crisis de valores morales que sufre la sociedad
española y, finalmente, el desánimo generalizado por la falta de un proyecto
común convincente e ilusionante. Ya sé que eran muchas cosas, y muy graves por
cierto, para una intervención que, por su duración, ha sido siempre tildada de
mensaje y no de discurso, pero muchos españoles esperaban verse reconfortados
por quien nos representa a todos.
Pudo
ser el discurso de su vida, pero no lo fue. Todo cuanto dijo estuvo bien, pero
nada fue excepcional. Fue un discurso enmarcado en la corrección política, pero
no hubo más que eso. Todo cuanto dijo era previsible que lo dijera. Dicho de
otra manera, Majestad, arriesgó usted muy poco. Qué iba a decir el Rey de
España sobre la unidad de su Reino sino que la unidad nos hace fuertes y cosas
por el estilo. Qué iba a decir el Jefe del Estado de la crisis económica sino
que estamos saliendo de ella aunque todavía afecta muy gravemente a millones de
españoles. Qué iba a decir el primero de los españoles acerca de la corrupción
sino que hay que combatirla y que ya hay quienes están respondiendo por ello.
Qué iba a decir el Rey frente a la desconfianza sino que hay que regenerar y
dar un impulso moral a la vida colectiva. Qué iba a decir Su Majestad frente al
desánimo sino que somos una democracia consolidada y que tenemos capacidad y
coraje para superar nuestros retos.
Fue
un discurso regeneracionista cuando pudo haber sido un discurso revolucionario,
con la consecuencia de que si no lo hizo usted, mi muy querida Majestad,
alguien lo hará por usted. Los españoles llevan muchos años escuchando palabras
de ánimo, palabras que apelan a la unidad, al coraje, al esfuerzo, a la
austeridad y al sacrificio, pero también llevan muchos años de decepción al ver
que quienes pronuncian esas palabras son los mismos que las traicionan. No ha
existido unidad de la clase política sobre tema trascendente alguno, ni
siquiera frente al terrorismo o la propia unidad de España. Ningún coraje ha
existido frente a los causantes de la crisis económica. El esfuerzo y el
sacrificio han recaído como siempre sobre la gran clase media y sobre aquellos
que menos tienen. La austeridad ha brillado por su ausencia en el
comportamiento de políticos y dirigentes. No le amargaré la Navidad, Majestad,
aludiendo a ejemplos que están en la mente de todos.
No
es la vida colectiva la que hemos de regenerar sino las conductas individuales
las que han de cambiar, Majestad. En eso consisten las revoluciones, en cambiar
el comportamiento de cada individuo. No se trata de hacer más leyes y más
restrictivas, como las que limitan el importe de los regalos que puede recibir
un personaje público o las que exigen la declaración pública de sus intereses,
sino de respetar las reglas morales que regulan el comportamiento individual.
No hay regeneración moral colectiva si no hay regeneración moral individual.
Ése era el mensaje.
He
de terminar el mío, Majestad, pero antes de hacerlo debo referirme a la
familia, tal vez la gran olvidada en su correcto y previsible discurso, la
familia de siempre, la formada por padres, hijos y abuelos, gracias a la cual
millones de españoles están sobreviviendo a la crisis, en la que aún quedan
vestigios de aquellos valores morales que por desgracia hoy se encuentran
ausentes en la sociedad. A pesar de que le aconsejaran que no lo hiciera,
Majestad, debió usted referirse a su hermana Doña Cristina, y no para
condenarla, que, aún sin juicio, ya lo ha hecho la sociedad antes de que lo
hagan los tribunales, sino para decir que como hermano sufre con ella porque,
aún presunta delincuente, sigue siendo su hermana. Y debió haber puesto más
cerca de Su Majestad la foto de su padre, el Rey Don Juan Carlos, pues con sus muchos defectos y errores ha sido
definitivamente el mejor Rey de España. Y aunque le aconsejaran lo contrario
por aquello de la pluralidad, la laicidad y la multiculturalidad, debería
haberse flanqueado con la bandera de España y con el Nacimiento de Jesús, que
no son otra cosa que la imagen de España, una, y la imagen sagrada y humilde de
la familia, el otro.
Acabo,
Majestad, aplaudiendo su Mensaje de Navidad a pesar de los olvidos y ausencias
y le deseo lo mejor para usted, para su familia y para España.
.