Artículo publicado el 22 de abril de 2014 en el diario La Opinión de Murcia |
Santo
Tomás Moro, que fuera Canciller de Inglaterra y a quien Enrique VIII mandara decapitar, acuñó el
término Utopía para bautizar a la
sociedad imaginaria que describía en su libro así titulado. Con el tiempo el adjetivo
utópico se aplicó a todo aquello que no existe precisamente por ser demasiado
bueno para ello. Una distopía es justamente lo contrario, algo que no existe
pero que por su maldad intrínseca bien pudiera existir, y, por tanto, una
sociedad distópica sería una sociedad ficticia indeseable en sí misma. Lo
curioso de todo esto es que del mismo modo en que jamás han existido sociedades
utópicas, y los pocos intentos llevados a cabo han fracasado irremisiblemente,
el mundo ha experimentado en su propia carne los efectos letales de
experiencias más o menos distópicas. Incluso los pocos intentos de instaurar
sociedades utópicas han degenerado rápidamente en todo lo contrario. La
literatura y el cine, como la vida misma, están plagados de ejemplos de
sociedades distópicas.
Aldous
Huxley escribió en 1932 Un
mundo feliz, una novela en la que describe una sociedad de la que han sido erradicados
el dolor y la angustia, la guerra y la pobreza, y en donde la humanidad es aparentemente
saludable y feliz. Pero todo eso ha sido alcanzado mediante la manipulación
personal y la supresión de las libertades individuales, tras eliminar la
familia, el arte, la diversidad cultural, la literatura, la religión y la
filosofía, y por medio de la implantación de un sistema económico basado en el
capitalismo y el consumismo, en el que Henry Ford, el creador de la cadena de
montaje, ocupa el lugar de la divinidad. Paradójicamente serán estas mismas
carencias las que generen finalmente la infelicidad de los hombres.
En Farenheit 451, Ray Bradbury
describe un mundo sin libros. El
título hace referencia a la temperatura en la escala de Farenheit a la que el
papel de los libros se inflama y arde, equivalente a 233 grados Celsius, pues
en esa sociedad imaginaria un gobierno autoritario ha decidido que leer provoca
la infelicidad y la angustia de los ciudadanos, de manera que los bomberos
tienen la misión primordial de localizar y quemar todos los libros que
encuentren. Sin embargo, un grupo de académicos refugiados en el bosque se
dedica a memorizar las obras más importantes de la literatura universal con
objeto de transmitirlas oralmente y garantizar así su conservación hasta que
puedan ser impresas de nuevo.
Tal
vez el más conocido de todos los libros
que describen sociedades distópicas sea 1984,
la obra de George Orwell, en la que
el autor británico describe el mundo del totalitarismo, en lo que muchos
autores han considerado como una la crítica más acerada a los regímenes nazi y
soviético. La novela introdujo términos y conceptos que se han incorporado al
lenguaje común como el de Gran Hermano,
el líder vigilante y omnipresente contra quien nada puede hacer la sociedad
sino obedecer ciegamente sus consignas. Para ello cuenta con la Policía del Pensamiento que persigue el crimental, el delito de pensar de manera
distinta al pensamiento oficial, la Neolengua
de la que han sido eliminados con fines represivos determinados vocablos basándose
en el principio de que lo que no forma parte de la lengua no puede ser pensado.
Lo
temible de estos libros no es que se basen en experiencias ya vividas, pues
Huxley escribió el suyo como respuesta a la falsa felicidad que había traído la
industrialización, Bradbury en relación
con la quema nazi de libros o el lanzamiento de bombas atómicas sobre Japón, y
Orwell, como ya he dicho, como crítica al nazismo y al comunismo, sino que casi
con milimétrica exactitud todos ellos adelantaban acontecimientos que ya
estamos viviendo en toda su plenitud. La
implantación de la llamada
sociedad de la información −la información es poder− está superando con creces
las visiones de Huxley, Bradbury y Orwell. El poder de la televisión y de la
imagen, la hegemonía de Internet, el imperio de las redes sociales, la
dictadura de lo políticamente correcto, la perversión del lenguaje, el
fatalismo económico, la democracia corrompida, los líderes de cartón piedra, el
nuevo Gran Hermano, la constante revisión histórica, la docilidad social a las
consignas del poder, la estructuración política del mundo en grandes bloques,
la deificación del bienestar, la erradicación del esfuerzo y del sacrificio, la
manipulación genética y la rendición de los hombres ante los nuevos dioses, no
son imaginaciones de autores malditos del siglo pasado, no son distopías
lejanas, sino que integran el mundo real de hoy.
Huxley,
Orwell y Bradbury llevaban razón.
.
.
1 comentario:
Te faltaria, en esta lista, The Machine Stops, de E.M. Forster. Si no la conoces, echale un vistazo.
Publicar un comentario