(Artículo publicado el 16 de julio de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)
Acabo de ver el último encierro. No, el
último entierro no, querido y madrugador lector malasombra, que ése espero no
verlo en muchos años. Me refiero al último encierro de los Sanfermines de este
año, el encierro de los mihuras, esos morlacos que parecen camiones de UPS con
cuernos y a quienes los mozos corren la calle vestidos con chaqueta en señal de
respeto. El caso es que ha concluido el festejo matutino y me he despedido
hasta el año que viene, si Dios quiere, del calvo pequeñito que espera a los toros
al comienzo de la cuesta de Santo Domingo; de David Úbeda, hellinero por más señas, que corre vestido siempre con
una camisa negra y tocado con una gorra plana de pata de gallo; de Joakim Zuasti, pamplonica, que ha
corrido ya los encierros de treinta y nueve Sanfermines y que dice que éste ha
sido el último, aunque yo no me lo creo; del ilustre y multicorneado Julen Madina, corredor de Vitoria,
retirado también pero al que me ha parecido ver en Telefónica y entrando al
ruedo por delante de un toro colorado, pues digo yo que como divino calvo que
es le debe resultar muy difícil cortarse la coleta; y también me despido del
santico y de su capote, que un año más ha echado sobre Pamplona. Después de las
despedidas, digo, me veo en pie a las ocho y media de un domingo catorce de
julio, lavado, cafeteado y demás, y sin
saber muy bien qué hacer. Tengo la repentina idea de coger mi avión particular
e irme a París a celebrar el aniversario de la toma de la Bastilla con un buen
Puilly-Fumé, pero como sé que hará mucho calor y que, ahora que lo pienso con
más calma, no tengo avión privado, decido finalmente ponerme a escribir.
Enciendo el ordenador pero,
pobre de mí, se me olvida apagar la televisión. Tras el encierro, con sus
cornadas y revolcones, llega el Telediario, que es como lo anterior pero más
cruento, es decir con más cornadas y más revolcones. Cuentan que Mariano Rajoy se mensajeaba con Luis Bárcenas a través del teléfono
móvil −mensajeaba,
lector malasombra y malpensante, mensajeaba− y le daba ánimos para resistir,
como haría Luis XVI con los defensores
de la Bastilla antes de perder literalmente la cabeza. Todo esto, a mí, que ya
voy teniendo mis años, me recuerda el escándalo del Watergate, aquel lío del
montepío que le costó la cabeza política, es decir, la presidencia de los
Estados Unidos, al bueno de Richard
Nixon. Al principio parecía poca cosa, un poco de espionaje entre partidos,
nada del otro mundo, un mirar por el ojo de la cerradura a las interioridades
de la convención demócrata que se celebraba en el hotel Watergate de
Washington, un par de micrófonos, naderías, oiga, cosas que, además, el común
de los norteamericanos intuía que pasaban hasta en las mejores familias. Pero
el ruido del asunto fue creciendo con cada silencio, con cada explicación confusa
y tardía, con cada reacción torpe, inocente o malintencionada, de los propios
políticos republicanos, hasta que la publicación de una carta escrita por uno
de los espías en la que implicaba a la oficina del Presidente y la aparición de
las cintas en las que eran grabadas las conversaciones producidas dentro de
propia Casa Blanca llevaron a la constatación de que el presidente Nixon había
mentido para ocultar su participación en el escándalo. Dos años después de que
se iniciara el caso, Richard Nixon tuvo que dimitir de la presidencia para
evitar el que hubiera sido el segundo impeachment
en la historia norteamericana, ya saben, esa figura procedente del derecho
anglosajón por la que se puede procesar y deponer al Presidente de los Estados
Unidos, es decir, a todo un Jefe del Estado.
Mariano Rajoy, a quien yo no
considero culpable de casi nada, lo es ya de casi todo ante gran parte de la
opinión pública, y el gobierno y el partido que lo sustenta se tambalean.
Mariano mató a Manolete. Los cuchillos y las navajas relucen en las filas
populares, mientras que la oposición en pleno se lanza a la yugular y rompe la
baraja de cualquier diálogo posible. Las encuestas restan legitimidad a la
mayoría absoluta del Partido Popular, que ve como día a día mengua la confianza
del electorado, y se avecina el sálvese quien pueda. Y todo esto ocurre en el
peor de los momentos posibles, justo cuando las duras medidas adoptadas por el
Gobierno nos permitían atisbar una más que posible salida de la crisis, pero
antes de que el camino de salida se hubiera consolidado.
A Mariano, que, créanme, sigue
siendo el mejor y más encastado de los presidentes posibles, sólo le resta
apretar los dientes, correr Estafeta arriba, evitar las cornadas y embestidas
de propios y extraños, parar, mandar y templar, y sacarnos del atolladero
económico aún a costa de su propia reelección.
Eso y que funcione el capote de
San Fermín. Si no ocurre así, canten todos conmigo:
Pobre de mí, pobre de mí, ya se
ha acabado la fiesta de San Fermín.
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