Hace unas pocas semanas me abrí un perfil en Facebook y todavía sigo preguntándome qué hace un chico como yo en un lugar como ése, yo, que siempre que pulso una tecla del ordenador lo hago con el temor de que me dé la corriente, yo, que, rendido al dictado de vivir encadenado a un teléfono móvil, lo llevo apagado en el bolsillo en muestra clandestina y un tanto infantil de rebeldía, una rebeldía por cierto parecida a la que lleva a esas escolares diminutas que visten obligatoriamente un uniforme a remangarse la falda por encima de la rodilla a la salida de clase.
No les diré que me haya prendado de la red social, que a lo sumo encontraba banalmente divertida, pero les confieso que en varias ocasiones me ha conducido para mi sorpresa a lugares y a personas que creía ajenos a ella. La última me ha llevado de la mano de un sacerdote navegante (también los hay, querido lector malasombra, también los hay, que no debe quedar lugar sin siembra) a releer las páginas de El hombre eterno, del siempre sorprendente Chesterton, y miren por donde a escribir este artículo que será publicado un martes y trece. No, no, con motivo de fecha tan señalada no les voy a hablar de supersticiones y de buena o mala suerte, sino de lo que la Conjura de lo Políticamente Correcto intenta un año tras otro transformar en superstición, o descristianizar, que viene a ser lo mismo. Me refiero a la Navidad. Y lo haré, como lo he hecho en otras ocasiones, con las mismísimas palabras de Chesterton, sin duda mucho mejores que las mías.
Nos cuenta Chesterton con una de sus paradojas que la Navidad no puede ser entendida si no entendemos al mismo tiempo la presencia del enemigo de la Navidad, que en los Evangelios está personificado por Herodes el Grande, quien alarmado por la existencia de un presunto rival mandó degollar a todos los posibles sospechosos como lo hiciera después con su mujer y con varios de sus propios hijos. La Navidad, escribe Chesterton, “no es un acontecimiento cuya conmemoración sirva a intereses pacifistas o festivos. No se trata sólo de una conferencia hindú en torno a la paz o de una celebración invernal escandinava. Hay algo en ella desafiante, algo que hace que las bruscas campanas de la medianoche suenen como cañones de una batalla que acaba de ganarse”. En el nacimiento de un Niño en una cueva de pastores “se esconde la idea de minar el mundo, de sacudir las torres y los palacios desde sus cimientos, igual que Herodes el Grande sintió aquel terremoto bajo sus pies y se tambaleó con su vacilante palacio (…) De hecho, la Iglesia, desde sus comienzos, y quizás especialmente en sus comienzos, no fue tanto un principado como una revolución contra el príncipe de este mundo (…) Los que acusaban a los cristianos de incendiar Roma con antorchas eran calumniadores, pero al menos estaban más cerca de la naturaleza del cristianismo que esos modernos que dicen que los cristianos fueron una especie de sociedad ética, sometida a un lánguido martirio por decir que los hombres tenían una obligación con respecto a sus prójimos, y que resultaban ligeramente molestos porque eran mansos y humildes”. Es cierto que el mensaje más universalmente entendido de la Navidad es la Paz, la paz entre los hombres de buena voluntad, pero no es menos cierto que ese mensaje de paz no era precisamente pacífico con los valores y convenciones del hombre precristiano. La Navidad para Chesterton encierra un mensaje revolucionario destinado a cambiar al mundo.
Afirma Chesterton que hay muchos hechos evidentes que nos hablan de la presencia de un espíritu en la Navidad, que es al mismo tiempo universal y único. Una de estas evidencias es que “ninguna otra historia, ninguna leyenda pagana, anécdota filosófica o hecho histórico, nos afecta con la fuerza peculiar y conmovedora que se produce en nosotros ante la palabra Belén. Ningún otro nacimiento de un Dios o infancia de un sabio es para nosotros Navidad o algo parecido a la Navidad”. Según Chesterton, además de universal y único, la Navidad es un hecho nuevo que vuelve a ser nuevo cada año. No en vano, el hecho central de la Navidad es un Nacimiento.
Y, en efecto, algo grande fue lo que ocurrió en aquella primera Navidad del mundo. Lo describe Chesterton al hablar del catolicismo: “La mente católica es la única que permanece intacta frente a la desintegración del mundo. Si fuera un error, no hubiera podido durar más de un día. Si se tratara de un mero éxtasis, no podría aguantar más de una hora. Sin embargo, ha aguantado dos mil años, y el mundo, a su sombra, se ha hecho más lúcido, más equilibrado, más razonable en sus esperanzas, más sano en sus instintos, más gracioso y alegre ante el destino y la muerte, que todo el mundo que no se acoge a ella. Pues fue el alma del cristianismo lo que emanó del increíble Cristo, y el alma del cristianismo era sentido común. Aunque no nos atreviéramos a mirar Su Rostro, podríamos contemplar Sus frutos, y por Sus frutos le conoceríamos. Los frutos son sólidos y su fecundidad mucho más que una metáfora; y en ninguna parte de este triste mundo son más felices los muchachos a la sombra del manzano, o los hombres mientras pisan la uva y entonan alegres canciones, que bajo el fijo resplandor de esta luz repentina y cegadora. El relámpago se hizo eterno como la luz”.
Y así fue, así es y así será, por más que los tataranietos y tataranietas de Herodes el Grande insistan cada año en transformar la Navidad en la fiesta del solsticio de invierno.
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2 comentarios:
Muy buen posteo. Felicitaciones. Creo que lo voy a usar para uno que estoy preparando por la Navidad. Saludos desde Argentina y muy felices fiestas.
Daniel
http://entodoslosmedios.blogspot.com/
Gracias y Feliz Navidad
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