Sin duda, muchos de ustedes conocerán aquella vieja historia sobre la flema británica –si no la escribió P.G. Wodehouse, bien pudo hacerlo-, que transcurre en una de esas magníficas residencias campestres situadas en las orillas del río Támesis, que podría ser conocida como Blandings en recuerdo de Wodehouse. Un estirado mayordomo ―al que llamaremos Beach también en recuerdo del humorista inglés―, entró en la biblioteca de la casa donde su señor ―que a esta alturas no podría ser otro que el mismísimo lord Emsworth, noveno conde de Emsworth― trataba de ejecutar sentado en su sillón preferido la complicada maniobra de desplegar el Times para leerlo sin cortar las hojas. Con la voz levemente engolada, Beach avisó al conde que se esperaba el desbordamiento inminente del río Támesis. El conde, sin levantar la vista del periódico, se limitó a despedir al mayordomo con un escueto “Gracias, Beach”. A los pocos minutos, el impertérrito mayordomo volvió a entrar en la biblioteca e informó al conde de que el Támesis se había desbordado finalmente. Lord Emsworth, sin mover un solo cabello, le respondió de nuevo con otro “Gracias, Beach”. Al poco, se abrió la puerta de la biblioteca por tercera vez y Beach, apartándose a un lado y con el agua por los tobillos, anunció imperturbable: “Milord, el Támesis”.
Algo así ocurre así debió ocurrirle a Zapatero con la crisis, no tanto por flemático como por atrapamoscas. El peor presidente de gobierno de la historia de España, ya le podemos dar el título con todo merecimiento, debió estar tan ocupado con aquello de la Alianza de Civilizaciones, con la memoria histórica y con meterle el dedo en el ojo a la Iglesia Católica, que no prestó oídos a los reiterados anuncios sobre la crisis inminente, hasta que un compungido y paralizado mayordomo de palacio abrió la puerta del despacho presidencial y, apartándose a un lado, le dijo: Presidente, la crisis. Afortunadamente, la historia del Támesis también puede ser aplicada a otras cosas y a otros advenimientos.
Andamos estos días muy atareados con la lista de la compra de Mariano Rajoy, con sus recetas ocultas y no por ello menos previsibles para atajar la crisis, y con las consecuencias que la crisis está teniendo en la Bolsa, en el comercio, en la venta de lotería de Navidad y hasta en la de mariscos y pescados para la cena de Nochebuena. Sabemos que la Navidad se acerca porque la televisión se satura de anuncios de marcas de perfume y de cavas, aunque no tanto como en años anteriores; porque los buzones se llenan de folletos de supermercados y grandes almacenes anunciando turrones “tres por dos” y juguetes, aunque de manera algo más discreta que otros años; porque tímidamente empiezan a llegar algunas felicitaciones y, entre el insistente soniquete de los acordeones, suena algún que otro villancico, aunque menos también. Y es que no está el horno para bollos ni los tiempos para muchas fiestas. Hay poco dinero y, en cambio, mucho temor por el futuro inmediato. Hay mucha gente, millones de personas, derrotadas y entristecidas ante la perspectiva de unas navidades sin techo, sin trabajo, sin dinero, sin alegría y sin esperanza. Y sin embargo, una mañana o una noche alguien abrirá la puerta y anunciará, como en la historia de la riada del Támesis, que la Navidad por fin ha llegado.
Y es que la Navidad, además de las fiestas, los obsequios, las cenas y los villancicos, es sobre todo un regalo de esperanza, tanto más valioso cuanto menos tiene quien lo recibe. El Nacimiento del Niño es una promesa de vida, absolutamente reconfortante para quien la acoge desde la fe con los brazos abiertos, pero también para quienes carecen de ella. En eso consiste la universalidad del mensaje de la Navidad. Es muy cierto que la Navidad puede agudizar la tristeza por la ausencia de alguien, por la carencia de algo, pero es mucho más cierto que el mensaje de Paz y de Esperanza que trae la Navidad es capaz de calmar la angustia y confortar el espíritu. Notaremos la ausencia de un ser querido porque precisamente la Navidad nos lo hace presente, y la pérdida amarga se transformará en el recuerdo dulce. Echaremos de menos el regalo o la abundancia, precisamente para darnos cuenta de que ese regalo y aquella abundancia importaban mucho menos que el abrazo de un ser querido. Y sabremos con toda certeza que los negros temores al futuro incierto, que se han visto alimentados casi a diario en estos últimos tiempos y que ennegrecen el corazón por la desesperación, pueden ser mitigados justamente por la Esperanza que llega con la Navidad.
Amigos lectores, la Navidad.
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