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Un lector amigo, imagínense lo que dirán mis lectores enemigos, me decía que tras leer mi último artículo se había quedado perplejo pues no se esperaba mis dudas acerca de las buenas y pacíficas intenciones de los chicos de Bildu. Le aclaré a mi buen amigo que, después de haber estado muchos años de mi vida mirando los bajos de mi coche ante de abrir la puerta, después de perder algunos conocidos y varios amigos a manos de ETA, después de asistir a una sesión de la Junta Directiva del PP en el País Vasco, en la que todos sus miembros, cuando no ellos mismos, eran hijos, hermanos o parientes de víctimas de ETA, luego de haber esperado en vano un rasgo de humanidad que les hiciera incumplir su promesa de asesinar a Miguel Angel Blanco, tras varias treguas-trampa que sólo sirvieron para que se rearmaran los terroristas, tras muchos minutos de silencio que ya, desde hace años, me niego a secundar, después de tantas condenas inútiles y repulsas inservibles, le aclaré, decía, que no tengo duda alguna acerca de las intenciones de esa gente de Bildu, salvo que no son nada pacíficas sino todo lo contrario. Ya no creo, amigo lector perplejo, que el lobo se transforme en cordero por el simple contacto del vellón con el que se ha disfrazado.
Los indignados-acampados se han ido con la música a otra parte. No se han ido muy lejos, no, pues deben reaparecer de vez en cuando para recordarnos por orden de Fouché que la legitimidad no es de quien gana unas elecciones democráticas –mayoritariamente, el PP-, sino del que más grita. Nos están preparando para la vuelta de Pancartero, sólo que ahora llámale Alfredo. Mientras tanto, a nosotros sólo nos queda la santa indignación. Porque en todo esto de las acampadas, una vez que le quitas unos metros de rastas, varias docenas de pulgas y garrapatas, una buena dosis de jolgorio callejero, una pizca de violencia, un cuartillo de idealismo -sí, algo de eso también hubo-, y muchos kilos de fría y calculada manipulación, lo que realmente queda son toneladas y toneladas de indignación.
Los principales efectos de la crisis -el paro, la pobreza y la desesperanza-, son tanto más agudos cuanto que la crisis no es sólo económica sino social y política, y coincidente, además, con una agudísima quiebra de los valores tradicionales. Pues bien, si todo lo anterior sumió a la sociedad en un estado de tristeza depresiva, la insensibilidad de los agentes financieros -a quienes se identifica como el origen de la crisis económica-, y la torpeza rayana en el descaro cuando no en impúdica frescura de muchos políticos, -a quienes se identifica como el origen de la crisis social-, han generado en esa misma sociedad una indignación muy, pero que muy real. Y ocurre que, una vez levantados los acampamientos, incluso aquellos que creyeron haber encontrado la solución en los indignados-acampados, en sus ingenuos manifiestos y en sus asambleas a la luz de la luna, se han quedado a solas con su indignación, con la auténtica indignación, la del parado, la del desahuciado, la del arruinado, la del empobrecido, la del desesperado. Muchos de ellos han llenado las calles en las manifestaciones del pasado domingo.
Encendidos por la santa indignación los indignados han ladrado a la luna. Yo, por mi parte, me he refugiado en Chesterton, que es casi lo mismo. Tengo uno de sus libros en las manos. Se titula “Lo que está mal en el mundo” y, aunque está escrito antes de su muerte en 1936, como por otra parte suele ser habitual en todos los escritores, sus páginas son de una vigencia deslumbrante. Hablando precisamente de lo que estaba mal en el mundo, en aquel mundo de entonces, Chesterton nos cuenta que la gran dificultad de los problemas públicos era que algunos hombres pretendían imponer remedios que otros hombres contemplarían como la peor de las enfermedades. Mientras que ante la enfermedad pueden ser discutibles los remedios pero no el fin de la sanación, en el discurso social moderno se discute el objetivo mismo de la salud. Por ejemplo, sobre los abusos públicos escribía Chesterton, como si lo hiciera hoy sobre ese objeto de la indignación social, que “son tan visibles y pestilentes que arrastran a toda la gente generosa hacia una especie de unanimidad ficticia”, si bien esa unanimidad no existe cuando se enjuicia cual sea el uso de lo público que debe ser protegido. Por ejemplo, “todos desaprobamos la prostitución, pero no todos aprobamos la pureza”. En algo coincidía Chesterton con los indignados acampados, en que hace falta cierto idealismo para capear la crisis. Mucho idealismo. Pero de eso, hablaré otro día.
“Lo que está mal –concluía Chesterton- es que no nos preguntamos qué es lo que está bien”.
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