(Artículo publicado el 15 de octubre de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)
Me gusta cuando el habla común, el habla de
la calle, corrige la plana a la Real Academia Española, que es como se llama
realmente la de la Lengua. Según su diccionario, la palabra pesadumbre significa “molestia, desazón,
padecimiento físico o moral”, además de “motivo o causa del pesar o sentimiento
en acciones o palabras”. Por estas tierras no se decía pesadumbre, sino
“pesambre”, palabra que a mi juicio expresaba mejor ese estado de ánimos que
muchos de ustedes conocen y que se encuentra a mitad de camino entre el
abatimiento y la indignación. Estar apesadumbrado es lo mismo que estar
entristecido, pero no es más que eso, y nada revela que exista en esa palabra
motivo alguno para el resurgimiento del espíritu decaído. En cambio, la
“pesambre” de las gentes de antes denota además de la tristeza que produce una
mala noticia un cierto enfado con las cosas, una incipiente rebeldía hacia lo
que sucede y daña. Pues bien, con “pesambre” o si ella, lo que procede hoy es
que escriba mi artículo de los martes, de manera que no les diré más acerca de
la “pesambre” sino que, confiando como confío en la Justicia, aún confío más en
Dios y en estar a bien con Sus cuentas.
Aunque
me habría gustado escribir acerca de los quinientos veintidós mártires de la
Guerra Civil Española que han sido beatificados en Tarragona y del por qué el
Papa Francisco solo ha querido hablar sobre los martirizados y no de los
verdugos, como veo que ya se ha escrito mucho acerca de casi todo ello, les
traigo hoy lo que tenía preparado para la semana pasada y que quise relegar en
favor de la catástrofe de Lampedusa que no cesa. Lo cierto es que mi artículo
de hoy también habla de una catástrofe: la hipertrofia del Estado Autonómico.
A la generalización de
parlamentos autonómicos dotados de capacidad legislativa, lo que determinó a la
postre la existencia de diecisiete ordenamientos jurídicos autonómicos en
complicadísima coexistencia con el ordenamiento jurídico estatal, siguió la
creación de numerosos órganos e instituciones que se limitaron a reproducir en
el ámbito autonómico –y, en muchas ocasiones, sin llegar a sustituirlas- las
instituciones estatales preexistentes, tales como los Tribunales de Cuentas,
las Defensorías del Pueblo y los Consejos Económicos y Sociales multiplicados
por diecisiete en casi todos los casos. Estos órganos duplicados se habrían de
sumar a las estructuras autonómicas periféricas que se extendieron como manchas
de aceite, muy especialmente por los territorios de la Comunidades Autónomas pluriprovinciales,
de manera que en cada provincia llegó a existir una delegación provincial de
cada Consejería y de cada Organismo Autónomo. Un disparate.
Una vez que las administraciones
autonómicas crecieron hacia dentro sin que nadie se opusiera, decidieron
hacerlo también hacia fuera y, a las oficinas autonómicas en Madrid, en muchos
casos auténticas delegaciones gubernamentales ante el Gobierno de España, se
fueron sumando las oficinas autonómicas exteriores, empezando por las
representaciones comerciales y terminando por las “embajadas” autonómicas ante
la Unión Europea y ante diversos Estados del mundo. En este punto debo entonar
el mea culpa, porque a todo este
maremagnum contribuí desde el Gobierno de la Región de Murcia con la puesta en
marcha de nuestra oficina en Madrid y la ampliación y mejora de la de Bruselas,
si bien es cierto que existían algunas razones de peso para ello.
Absolutamente embriagados por la
dinámica de crecimiento institucional que se había desatado en todas las
Comunidades Autónomas, fuera cual fuese el color gobernante, se creó una
ingente variedad de empresas públicas, organismos autónomos, institutos, entes
públicos y fundaciones regionales, algunas de ellas muy útiles y muchas otras perfectamente
prescindibles. Ha tenido que ser precisamente la crisis económica la que haya puesto
freno a esta tendencia, de manera que muchos organismos están siendo suprimidos
y, lo más sorprendente, que algunos que iban a serlo finalmente no han sido
creados y se ha optado por la que debería haber sido siempre la solución
natural del problema.
A la pregunta de mi lector
malasombra, acerca de cuál es esa fórmula magistral, respondo con un ejemplo:
el BOE de 21 de noviembre de 2012, hace apenas once meses, publicó un convenio
de colaboración suscrito entre el Ministerio de Hacienda y Administraciones
Públicas y la Comunidad Autónoma de la Región de Murcia por el que ésta última,
en lugar de crear un órgano propio, que hubiera sido lo corriente en los
tiempos de las vacas gordas, convino en que los recursos administrativos en
materia contractual, previstos en la Ley de Contratos del Sector Público, que
le fueran planteados serían resueltos por el Tribunal Administrativo Central de
Recursos Contractuales dependiente del citado Ministerio. De esta manera, si el
resto de las Comunidades Autónomas hubieran hecho lo mismo que hizo Murcia, los
recursos se irían resolviendo igualmente y, de paso, nos habríamos ahorrado
diecisiete Tribunales Autonómicos de Recursos Contractuales, con sus sedes, sus
vocales, sus administrativos y todo.
Así de fácil.
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