martes, 18 de junio de 2013

Sharpe con una rodaja de limón


(Artículo publicado el 18 de junio de 2013 en el diario La Opinión de Murcia)



Si les digo que soy un lector desordenado y compulsivo, un tragón de lecturas, un adicto a la letra impresa y al tacto de las cubiertas de piel o cartoné, un esnifador de polvo de biblioteca, un impúdico sobón de libros y un irredento coleccionista de libros leídos pero no devueltos, me dirán que exagero, y yo les contestaré que sí, que exagero, pero no tanto. Me gusta leer y me gustan los libros, lo que no me ha impedido poseer, e incluso disfrutar, un ebook de esos que te permiten llevar en poco más de cien gramos todos los volúmenes de la Biblioteca Nacional, o casi. El libro electrónico nos es muy útil en verano a los devoradores de libros pues permite que nos movamos sin necesidad de llevar una maleta extra para los libros de vacaciones. También es útil porque podemos leer de noche sin más luz que la de la pantalla del ebook, si es retroiluminado, o con una pequeña lamparita de pinza, si la pantalla del libro es de efecto papel. Sin embargo, el libro electrónico no te proporciona esos otros disfrutes que regala el libro tradicional de papel: el tacto fino de una cubierta de piel, el toque levemente más áspero de la hoja de papel cuando pasas página, o el aroma del libro, siempre diferente, siempre evocador, olores antiguos y polvorientos como los de los viejos libros de aventuras, los olores frescos y ácidos de la tinta joven en los libros recientes,  los aromas de las flores secas halladas entre las páginas de un libro de poesía casi olvidado.
Este verano, si viajo, lo haré con mi ebook siempre preñado de promesas intelectuales, pero también me acompañarán diez o doce libritos, que pesan muy poco, para quitarme el mono de tocar libro o, como se decía antiguamente, para que no se me reviente la hiel por falta de papel de biblioteca. Se trata de algunos ejemplares de la colección Compactos de Anagrama, ligeros y baratos, que compré hace unos años cuando Ángel Montiel me recomendó que leyera a Tom Sharpe. Había empezado yo a escribir mis artículos con Ignatius de animal de compañía, y comenté lo mucho que había disfrutado con La Conjura de los Necios, de John Kennedy Toole, y de cómo disfrutaba también con las obras de P.G. Wodehouse, con sus estrafalarios personajes y con las divertidas y muy británicas situaciones que el maestro inglés del humor recreaba en sus novelas. Conocía a Sharpe por haber ojeado “Wilt”, la primera de las desternillantes novelas protagonizadas por el extravagante profesor de literatura Henry Wilt, unos años atrás. Como Ignatius Reilly, Henry Wilt me desvelaba la abundantísima presencia de necios e ineptos que se da en la vida en general y en los gobiernos y en las instituciones en particular que, con aplomada y pomposa gravedad, rigen los destinos de la sociedad, lo que no es nada nuevo, por cierto.
Ahora estoy leyendo “Un bastardo recalcitrante”, la novela preferida del propio Sharpe, acompañado de un vaso con ginebra en la que flota una rodaja de limón. En esta novela, el nonagenario y excéntrico señor Flawse, que vive aislado del mundo en su finca campestre de Northumberland, dedicado a la cría selectiva de una nueva raza de sabuesos, consigue por fin contratar a un ama de llaves permanente, la viuda cazadotes Sandicott, por el módico precio de convertirla en su esposa. En un pasaje que cito de memoria, el viejo Flawse procede a enseñar a su nueva esposa la jauría de sabuesos Flawse, una aullante manada de enormes y babeantes perros orejudos:
―El sabueso Flawse ―le dice muy ufano a su esposa―, es sin duda la mejor raza de sabuesos del mundo. Dos tercios de mastín del pirineo por su fiereza y tamaño, un tercio de labrador por la finura de su olfato y, para terminar, otro tercio de lebrel para añadirle ligereza, y ¿qué tenemos aquí, querida?
―Pues cuatro tercios, querido, aunque no se me ocurre nada que sea divisible en cuatro tercios.
Tom Sharpe falleció hace tan sólo unos días en Llafranch, la localidad gerundense en la que vivía desde 1995 y en la que cada día bebía como aperitivo un buen vaso de “una ginebra fabricada en Menorca, la mejor ginebra que se destila en el mundo”, acompañada de una rodaja de limón. En una entrevista que concedió hace unos años, preguntado acerca de lo que le producía optimismo, Sharpe el humorista contestó algo tan serio como lo siguiente: “En realidad, lo único que me da cierto optimismo es el convencimiento de que el mal es algo estúpido, que la gente perversa es estúpida, y que los perversos se destruyen antes o después”.
Chin, chin.
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