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En mi infancia todos los niños soñaban con ser futbolistas o astronautas. Incluso quedaba algún castizo que quería ser torero. Pero yo quería ser farero, vaya usted a saber por qué, aunque tal vez fuera a causa de una novela romántica, cuyo título no recuerdo, que le cogí a una tía mía y leí a escondidas. En mi juventud ser farero, o torrero de faro que es como el oficio se llamaba de antiguo, era lo más parecido a ser supervisor de nubes. Encumbrado en lo alto del faro, pensaba yo, el farero veía pasar lentamente por la línea del horizonte los barcos alertados por la luz intermitente, tal y como pasan las nubes por la llanura del cielo. Tal vez fuera ésa, la obligación de mantener la luz del faro encendida, la única diferencia con el empleo de supervisor de nubes.
Los fareros de entonces, pensaba yo, sólo necesitaban del auxilio de un par de libros, una pipa y una botella de buen güisqui. Qué espanto eso de españolizar ciertas palabras foráneas. Ya me he acostumbrado a váter y a fútbol, pero me resisto a hacerlo con güisqui y con beicon, de manera que la botella del farero era de buen whisky de Islay. Así está mejor.
Ya sé, ya sé, querido y felizmente reencontrado lector malasombra, que hace casi cincuenta años la función del farero era algo más complicada de lo que les cuento, que ya entonces un farero manejaba el teléfono, la radio y el radar y que los partes meteorológicos que recibía por teletipo o algo así habían reemplazado a su sentido del olfato, la vieja experiencia marinera, a la hora de detectar el mal tiempo y las galernas. Pero yo soñaba con ser farero a la antigua y era justamente en las tormentas, en mitad de la noche y en el fragor de la turbonada, cuando el solitario oficio de farero se revelaba como algo muy especial: nadie, excepto tú y la fuerza del mar, sólo tú y el infinito.
En mi imaginación el farero vestía de manera propia. Pantalón de loneta, pullover de lana cruda y chaquetón azul marino. Una gorra vieja de marinero y, en las frías noches de invierno, un ajustado gorro de lana. Porque el farero, incluso el farero mediterráneo, era siempre en mi pensamiento de mares fríos e invernales, de costas rocosas y solitarias, de azules oscuros y profundos. En las noches tormentosas el farero se cubría con su impermeable amarillo de capucha, regalo tal vez de una mujer agradecida o de una novia olvidada con la que nunca llegó a casarse, pues el alma del farero como la del payaso, pensaba yo, había de ocultar un dolor profundo y antiguo.
Detrás del faro, en una pequeña ensenada resguardada del viento y de las olas, una barca tumbada boca abajo en la roca, protegiendo en su vientre las redes y el ancla, aguardaba la llegada del buen tiempo. Luego, en las tardes de calma, el farero se llegaría a la taberna del puerto cercano y allí, envuelto en el humo de su pipa, escucharía las viejas historias que contaran marineros viejos.
Cuando ya de joven pude haberlo sido, descubrí que ser farero ya no era aquello en lo que había soñado. La técnica y la electrónica habían sustituido al hombre solitario, y el radiofaro y las balizas al haz de luz blanca. Hasta los fareros habían dejado de habitar los faros, que ya afrontaban en solitario las noches de tormenta. Retirados del servicio, les decían. De modo que no fui farero y todo quedó en un sueño de infancia.
Tampoco lo será quien fingió soñar con ser supervisor de nubes. Para ser supervisor de nubes es preciso, cierto, ser soñador, pero para ser esto último no basta con tener sueños. Es preciso que los sueños no sean pesadillas. No puede ser supervisor de nubes quien las emponzoña con el humo negro de la eutanasia, del aborto, del enfrentamiento fratricida y de la mentira. Tal vez se creyera un soñador pero no lo era. Había encontrado la greguería de Gómez de la Serna en sabidurías.com y la copió en su penúltimo discurso: El mejor destino que hay es el de supervisor de nubes, acostado en una hamaca mirando al cielo. Y, fingiendo ser soñador, tuvo el cinismo de pronunciarla en voz alta ante quienes representan a los cinco millones de trabajadores condenados, ellos sí, a ser supervisores de nubes por falta de trabajo. No, no puede ser supervisor de nubes el cínico, el malintencionado y el perverso.
Me malicio que el único sueño que ha alcanzado Zapatero es, gracias a la Ley o porque la Ley es así de graciosa que decía el chiste de Franco, el de tumbarse a los cincuenta y un años en la hamaca de la jugosa pensión vitalicia de un ex presidente de gobierno. No hay honor ni grandeza en el mutis de Zapatero.
Qué lástima que no hubiera consumado su triste sueño a los veinte años. Lo que nos habríamos ahorrado todos.