martes, 17 de mayo de 2011

La indignidad de una Ley

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(Artículo publicado el 17 de mayo de 2011 en el diario La Opinión de Murcia)







A la vista de lo que hay no cabe duda de que cualquiera podría ser Presidente del Gobierno de España. La rotundidad de esta afirmación, generosamente democrática, se le debemos a José Luis Rodríguez Zapatero, o más concretamente a la llegada de ese noble patricio a La Moncloa, a partir del cual cualquiera puede ser presidente, cualquier zoquete, cualquier iletrado, cualquier inculto, cualquier gandul, cualquier advenedizo, cualquier incompetente, cualquier embustero o cualquier inútil. Cualquiera. Incluso yo que soy como cualquier otro podría haber llegado a presidente en honor de una de esas cualidades que he citado. O por causa de todas ellas. Por todas, menos por no saber griego, porque gracias a los denodados esfuerzos de don Antonio, apodado “El iota” a causa de su escasa estatura, llegué a traducir con cierta soltura la Anábasis de Jenofonte. Eran los tiempos del bachiller antiguo. Al parecer, en ese extraño concurso de méritos que practica el PSOE para acceder a los cargos más importantes del elenco, el no saber griego para lo que faculta a uno es para ser Ministro de Sanidad. O Ministra. Dice ese bien de Estado llamado Leire Pajín que la Ley de Muerte Digna no regula la eutanasia, sino que mitiga el dolor. Como el Okal. Esta chica es inmensa. Si hubiera estudiado griego o si hubiera aprovechado en clase, que se decía antes, Leire Pajín sabría que la palabra eutanasia procede de las palabras griegas eu y tanatos y que significa precisamente muerte digna o muerte buena, de manera que sin faltar un ápice a la verdad semántica y a la verdad absoluta podemos afirmar que tanto da decir Ley de Muerte Digna como Ley de la Eutanasia.


Pero si ello no fuera suficiente, les daré otra prueba. A falta del Proyecto de Ley de Eutanasia que ha mandado a las Cortes el Gobierno que sustenta en precario equilibrio el PSOE, me conformo con la información que ha publicado uno de sus boletines oficiosos, el diario El País, que en su edición del 13 de mayo pasado afirmaba que “La Ley [de Muerte Digna] consagra los derechos a renunciar a un tratamiento médico y al uso de sedaciones terminales aún a costa de acortar la agonía y acelerar la muerte”. Verde y con asas, porque acortar la agonía y acelerar la muerte mediante sedaciones terminales es… eutanasia. Para ilusionar al personal usuario de la seguridad social que no lee la letra pequeña, que somos muchos, el titular de la información gritaba en grandes tipos de imprenta que “La Ley de muerte digna consagra el derecho a morir en una habitación individual”, lo que me recordó aquella película futurista, o a lo peor no tan futurista, titulada “Soylent Green” que protagonizó Charlton Heston, en la que un anciano y cansado de la vida Edward G. Robinson, elige la muerte eutanásica que le proporciona el estado gratuitamente en una habitación individual con video panorámico.


Claro que nos lo pintan todo con muy dulces colores: se trata, mire usted, de aliviar el sufrimiento de una persona cuando ya no tiene esperanza de curación, previa su voluntad libre y conscientemente expresada, por supuesto, y contando con una opinión médica favorable, o dos si son pequeñas, pues han de saber ustedes, mis queridos contribuyentes, que es obligación del Estado social ayudar a morir con dignidad ya que el hombre es dueño de su vida. Punto y final sedado.


Ante tanta bondad graciosa, que diría un británico, se me ocurre alguna que otra pregunta, más que nada por jorobar:


¿Qué ocurrirá cuando el enfermo terminal que sufre no sea capaz de expresar libre y conscientemente su voluntad?


¿Quién la suplirá? ¿El médico compasivo? ¿El pariente que va a heredar al enfermo? ¿El juez ordinario? ¿El Estado?


¿Qué distancia hay, además de un lapso de tiempo, entre suplir hoy la voluntad no expresada del enfermo terminal y suplir mañana la voluntad no expresada del enfermo incurable, del incapacitado síquico o del enfermo mental crónico, que también sufren?


¿Y entre estas suplencias y hacer que prevalezca la voluntad del juez o la del Estado frente a la voluntad balbuceante del disminuido síquico?


Antes de que se contesten ustedes mismos estas preguntas les recordaré algo que escribí hace poco en un artículo titulado “La vida es bella”: que fueron las leyes del Estado, los jueces del Estado y los médicos del Estado, quienes crearon y aplicaron el programa eutanásico en la Alemania nazi, los mismos que idearon el lema “Leben ohne Hoffnung” (Vida sin Esperanza) para justificar la eutanasia.


No hay muertes indignas, sino leyes indignas.


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