martes, 8 de febrero de 2011

La dictadura del relativismo

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(Artículo publicado el 8 de febrero de 2011 en el diario La Opinión de Murcia)






Algún lector me ha pedido que escriba acerca de la llamada dictadura del relativismo a la que me referí en uno de mis artículos anteriores, lo que, intuyo, disgustará profundamente a la Conjura de lo Políticamente Correcto, ya que lo adecuado y socialmente admisible en este momento, lo políticamente correcto aquí y ahora, sería alabar la decisión de “Pe…” de no darle “te…” a su “hi…” para que no se le estropee el “bus…” que tanto admira “Ja…” el chico de la “ce…”, en feliz expresión que creí escuchar el otro día por la radio. Pobre niño rico.



La combinación de dos palabras de significado opuesto es una figura literaria denominada oxímoron (del griego oxys, agudo, y moros, romo o estúpido) con la que se logra expresar un nuevo significado diferente del que poseen por separado los términos que la integran, como ocurre con “estruendoso silencio”, con “tensa paz” o con “pobre niño rico”, precisamente.



Dictadura del relativismo es también un oxímoron y, aunque el relativismo es viejo, no en vano se le conoce como el hijo bastardo de la Ilustración, la frase fue empleada por vez primera por el entonces cardenal Joseph Ratzinger durante la homilia de la misa con la que dio comienzo el Cónclave en el que resultó elegido Papa. Ratzinger afirmó que uno de los retos principales a los que se enfrenta la sociedad de hoy es la llamada “dictadura del relativismo”, según la cual no existe una verdad absoluta que sea válida para todos los seres humanos, sino que la verdad se construye en cada época de la historia. Según el relativismo no hay, pues, verdad natural o verdad revelada, no existe verdad definitiva alguna sobre el hombre, sino que el hombre es lo que cada cual opina, aquí y ahora, según convenga. Pero la dictadura del relativismo va más allá al establecer como dogma, precisamente, la ausencia de dogma alguno, al constituir como verdad única la inexistencia de verdad alguna y al declarar abominable y socialmente reprobable por intransigente e intolerante cualquier contradicción de sus postulados.



Según la dictadura del relativismo, todas las culturas y todas la civilizaciones son iguales e igualmente respetables, tanto las que respetan los derechos y las libertades como las que no; el individuo tiene libertad absoluta, eso sí, dentro de los férreos límites que le marca el Estado en cada momento; la verdad la construyen los votos, a más votos, más verdad; la religión es un asunto tan de la esfera privada de cada ciudadano que su profesión pública debe ser reconducida a la clandestinidad; el progreso, la ciencia y la tecnología amorales constituyen las bases del bienestar material de los individuos, aunque el progreso y los avances científicos y tecnológicos les lleve a dar un paso adelante frente al abismo; el poder del Estado y sus instituciones tiene prioridad absoluta sobre todo y sobre todos los individuos, o lo que es igual, el poder está por encima de la verdad, la libertad y el hombre. En definitiva, la dictadura del relativismo, configurada como una especie de religión de contenidos variables, coincide con la raiz de lo que hemos venido en llamar crisis de los valores.



Frente a esta dictadura, que nos deja solos porque cancela la presencia de Dios en cualquier parte, que nos sume en la oscuridad porque apaga el rayo de luz que procede de la verdad y que nos encadena porque estrangula la libertad del individuo, Ratzinger afirma que la verdad existe a pesar de todo, que el hombre tiene capacidad natural para conocer la verdad y, es más, que es libre para buscarla allá donde ésta se encuentre. Y que esa búsqueda no está reñida con la razón, como ésta no lo está con la fe. Sobre esto Ratzinger ha venido a decir en algún momento que lo que no está en la razón no está en la mente de Dios, algo, por cierto, muy chestertoniano.



Y ya que menciono a Chesterton, les diré que el pensador inglés ya dió en la clave de todo esto en 1927, cuando escribió acerca de las razones de su conversión al catolicismo en aquella Inglaterra tan victoriana, relativista y antipapista: “Lo que queremos −escribía Chesterton, en referencia a los católicos−, no es una religión que nos dé la razón cuando acertamos, lo que queremos es una religión que acierte cuando nos hemos equivocado”.


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