martes, 19 de octubre de 2010

Hojas de otoño

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(Artículo publicado el 19 de octubre de 2010 en el diario La Opinión de Murcia)


Como alguien escribía hace unos días en estas mismas páginas, el otoño es un tiempo que nos apena emocionalmente, que nos carga de pesadumbre, esa “pesambre” del habla antiguo. Supongo que así debe ser tras la explosión de vida primaveral, madurada luego por el verano. En otoño los días se acortan y el cuerpo sufre como una sensación de destemplanza antes de que nos decidamos, por fin, a guardar la ropa de verano y recuperar la de abrigo, escondida en el fondo del armario. Una tarde, al levantar la vista del libro, nos sorprendemos de haber buscado cobijo bajo los faldones de la mesa camilla, mientras la luz otoñal, que se va haciendo más tímida y descolorida, más empañada pero también menos hiriente, nos aboca al recogimiento y a la introspección. Los recuerdos se desgranan lentamente, uno a uno, como hojas de otoño, unos te hacen sonreir, otros te entristecen.


Era el entierro del padre de un amigo. En el pequeño cementerio se agrupaban los deudos y familiares en torno a la fosa recíén abierta. El sepulturero se afanaba en las tareas propias de su oficio, ayudado por un par de vecinos de esos que, sea entierro o boda, se ofrecen a ayudar en lo que sea menester. Volvía el enterrador cargado con una pila de ladrillos e intentó bajar a la fosa ocupada por uno de los vecinos ayudantes. Muy cumplido, el sepulturero le preguntó: “¿Me permite usted?”, a lo que el vecino, no menos cumplido, le respondió desde el fondo de la fosa: “No faltaba más, está usted en su casa”. Un ligero escalofrío recorrió nuestras espaldas antes de que estallaran las risas a duras penas contenidas.


Y, balanceándose, cayó una hoja de otoño.


Conocí a Mariano Yúfera, aquel que fuera alcalde de Mazarrón, hace muchos años, mucho antes de que, con ocasión de la elaboración del Estatuto de Autonomía, propusiera para la Región el nombre de “Región Frutalense”, en un extravagante intento por superar las distancias políticas que entonces, y aún hoy, separan a Murcia y Cartagena. A pesar de sus excentricidades, o tal vez por ello, porque fueran manifestaciones sinceras de un espíritu libre, siempre le profesé cariño y respeto. Pasados los años, recibí un día una llamada de su hija. Me decía que su padre, gravemente enfermo, estaba ingresado desde hacía varias semanas en el hospital Virgen del Rosell de Cartagena y que, si me era posible visitarlo, estaría muy interesado en verme. Como al día siguiente tenía previsto acudir a la Asamblea Regional, muy cercana al hospital, le dije que sí, que me pasaría a verle. Cuando al día siguiente llegué al hospital su hija me comunicó que su padre había fallecido unas horas antes y que había dejado una carta para mí. En la carta manuscrita la noche anterior, que conservo perdida entre mis papeles, Mariano Yúfera me contaba el motivo de su requerimiento. Me decía que llevaba varias semanas en el hospital y que, ante la gravedad de su estado, sabía que era la recta final de su vida. Que, aunque el trato que recibía era correcto, pensaba que podría ser más humano, más cercano al enfermo que, en muchas ocasiones, se encontraba desamparado y atemorizado ante la enfermedad. Que para él ya no pedía nada, pues nada necesitaba ya, pero que si se podía hacer algo para humanizar el trato que reciben los enfermos hospitalizados, él, Mariano Yúfera, estaría agradecido en nombre de todos ellos.


Y el viento levantó del suelo otra hoja de otoño.

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